EL IMPOSTOR DE CARTAGENA
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Eugéne Delacroix |
Las ciudades coloniales y amuralladas del Caribe tienen un encanto particular. Las frecuentes historias de corsarios y piratas ayudan a mantener vigente la antigua tradición de épicas disputas que se libraban frente a sus costas. Sentado a la mesa de una posada cartagenera un hombre entrecano, con la piel curtida por el sol implacable, anchas manos y gruesos dedos, barba profusa, vista torva y sombrero de ala raído y desteñido, bebe el enésimo trago ardiente en completa soledad. Dice haber vivido cuatrocientos noventa y dos años, traer consigo la maldición de la vida eterna, y haber sido conocido en sus tiempos de gloria como el temido capitán Barbarrosa. Desde luego que nadie le cree y ni siquiera los niños se le acercan para que él les cuente los pormenores de aquellas aventuras de hombres bravos y tiempos idos. Lo llaman –con cierto desdén– el impostor de Cartagena, pero a fe digo que es el capitán Barbarrosa, lo afirmo yo que he servido bajo su mando y ahora escondo mi verdadera identidad atendiendo el mostrador de la vieja posada. Ricardo Tejerina / 2011