El pasado 17 de abril murió en la ciudad de México
a los 87 años el escritor y periodista colombiano, ganador del Premio Nobel de
Literatura en 1982, Gabriel García Márquez. El Ojo Críptico le dedica
completamente esta entrega al prolífico autor de El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba y Memoria de mis putas tristes, entre otras.
Escribo este artículo un
día después de la partida a la eternidad de Gabriel García Márquez. Nunca, en
la relativamente extensa trayectoria de esta columna cultural, le había
dedicado una atención directa y personalísima. Si bien rozamos su talento e
imprescindible literatura de muchos modos, por razones que ahora me reprocho,
no había ahondado en las profundas y mágicas aguas literarias del Gabo de
Aracataca. Y, como no hay tiento que no se corte y deuda que no se pague, sea
ésta, entonces, la oportunidad del injustamente postergado y tan merecido
tributo.
Pero, no haré una crónica
de sus logros, ni de sus frases más célebres, ni un decálogo de sus novelas. De
ese tipo de recordaciones hay disponibles un sinnúmero, y de seguro realizadas
con más virtud y mérito que la que puede ofrecer quien suscribe. Abordaré al escritor colombiano, integrante
del cuarteto de los latinoamericanos más grandes, junto a Borges, Neruda y
Vargas Llosa, con una semblanza desde lo más íntimo de mi ser. Les contaré cómo
descubrí a GGM y les mostraré de qué manera ha influido en la torpe literatura
que este autor produce, pero que se redime ya no a través de lo que escribe,
sino por lo mucho y maravilloso que ha leído de estos faros luminosos.
Mi primer contacto con el
autor de Cien años de soledad fue a
causa de Relato de un náufrago. Eran
tiempos juveniles para mí, previos incluso a la formación en la disciplina
cultural y artística. Tampoco reparaba mucho en los autores. De hecho consumí
la crónica del infortunio del ARC Caldas y del sobreviviente sin reparar nunca
que estaba leyendo al gran Gabriel García Márquez. Para muchos, este relato
(que originalmente se publicó por entregas en el periódico “El Espectador” de
Bogotá, en 1955), no integra lo mejor del autor… pero a mí me resultó
fascinante.
Algunos años después, llego
a mí casi por casualidad otro texto del colombiano, un cuento: “Sólo vine a
hablar por teléfono”. Y este relato sí que resulto inspirador. Los grandes
escritores marcan el camino que los más humildes y menos virtuosos seguimos con
dificultad. A medida que leía esa maravillosa pieza –que bien ganado tiene su lugar entre los mejores cuentos de toda la
historia del género en lengua española–, junto a los de Borges,
Walsh, Lugones y por qué no los de Horacio Quiroga, sentía la imperiosa
necesidad de escribir mi propio cuento con esa impronta.
Así lo hice. Escribí
“Locura”, mi primer cuento capitulado, el que bastante tiempo después sería
publicado en Conversaciones con el amor y
otros relatos con ese título, y que luego cambiaría su denominación por “7 CRÓNICAS
SIN TI y el Octavo Pecado Capital”. En ese cuento siempre traté de seguir la
pista de García Márquez. Claro está que perseguir la huella del creador insigne
no es copiar. Eso lo hace el todavía menos diestro y sin mayor dificultad. El
desafío es apropiarse de un narrador y resignificarlo con lo propio, con
virtudes y defectos, excesos y carencias, luces y sombras.
Dicho esto, comparto con
todos ustedes ese modesto cuento, como tributo a la memoria del maestro y en
palabras que confiesan la poca destreza del discípulo.
7 CRÓNICAS SIN TI y el Octavo Pecado Capital
“Mientras
la oía, el médico la peinaba con los dedos,
le
arreglaba la almohada para que respirara mejor,
la guiaba
por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría
y una
dulzura que ella no había soñado jamás”.
“Sólo vine a hablar
por teléfono”, Gabriel
García Márquez
Crónica Primera: Tú.
-
¡Pero, no estoy loca! –gritó.
Al jalar con fuerza inusitada, desgarró la bata que la cubría y dejó
expuestos sus senos. El imponente celador la cubrió con llamativa familiaridad,
no asombrándose de su parcial desnudez. La envolvió con una mantilla vieja y
gastada que acomodó por encima de sus hombros. Al hacerlo, no dejó de rozarla e
invadirle furtivamente el pubis con su mano tosca y desangelada. Ella intentó
separarse, pero su resistencia fue insuficiente ante la vulgar acometida.
Crónica Segunda: Él.
-
Hola preciosa, ¿no estás en casa?
Debo decirte algo, sé que no es el momento, nunca lo es, pero debo viajar al
exterior en una semana, me salió la posibilidad de una pasantía como economista
junior en una consultora londinense y
acepté. Son seis meses, si satisfago las expectativas quizás me quede más
tiempo. Te amo, pero es una oportunidad que no puedo desdeñar... Espero que me
entiendas, tus besos fueron exquisitos y tu piel, mágica, grandiosa, de seguro
la extrañaré, pero tú no vas a seguirme y yo no puedo detenerme, así que...
¿Dios dirá no? Te llamo en cuanto pueda. Au
revoir... –y el contestador telefónico grabó con mecánica fidelidad el
mensaje, como de costumbre.
Crónica Tercera:
Yo.
En verdad era una hermosa mujer, en realidad lo había sido antes, con
seguridad, pues ahora presentaba gran parte de su rostro con lacerantes e
inocultables huellas de quemaduras importantes.
¿Cómo es que estaba aquí? Es posible que sufriera algún desorden,
alguna crisis emocional, tal vez algo más complejo, un trastorno más amplio
podría ser, pero... ¿quién no? No me parecía que fuera una paciente típica. No
presentaba las características de una psicótica, no tenía –a mi entender–
rasgos esquizofrénicos, ni paranoia, menos aún estaba catatónica. A lo sumo,
una aflicción honda, perturbadora, producto de un gran dolor. Esos casos, en
los que la pena se ensañaba en lo recóndito eran, podría decirse, mi
especialidad. Más allá de la ciencia incluso, pues confiaba en la sensibilidad,
en lo subjetivo y en lo propiciatorio.
Sentía que debía ayudarla, pero en verdad, hasta aquel día en que
ocurrió, no me había acercado a ella, por lo menos no lo suficiente. Tampoco
había coincidido en consulta de guardia y como yo no estaba al frente del
pabellón, y hacía mucho tiempo que no prestaba servicios en él, mi contacto era
prácticamente nulo con las pacientes psiquiátricas permanentes; pero ya había
despertado mi interés, o más que eso incluso.
Tenía una digna experiencia, llevaba
varios años de recibido, mi tesis de grado consistió en un trabajo acerca del
impacto emocional que produce una crisis afectiva, las consecuencias
psicológicas que derivan de la frustración y la relación que existe entre el
abandono efectivo y el comportamiento sexual dentro de los establecimientos
estatales de salud mental en países en vías de desarrollo.
El jefe del departamento de psiquiatría era un hombre honrado, pero muy
lábil para manejar la disciplina. Le pedí ver la ficha de aquella mujer. No
puso objeciones ni reparos, pero me dijo:
-
¿Y qué quieres tú con ella? Sé que
es la golfa de los celadores, no sabes la lástima que me da, tiene la edad de
mi hija y de seguro habrá sido tan bonita, pero... ¿Qué puedo hacer yo? Si se
la van a pasar igual, por más que la encierre en clausura. Es un demonio sexual
la loquita. He pensado en darle traslado, pero, en definitiva, sería ir de mal
en peor para ella; acá la acosan un poco, la manosean, pero no le pegan ni la
maltratan al menos. Son unos bastardos estos celadores, pero esto es así
nene...
Quedé bastante atribulado con ese comentario, me pareció inaceptable
que él, un médico y profesor, permitiese que estas cosas sucedieran. No
obstante, pensé que mi ingenuidad sobre la bondad de la humanidad era una
utopía insostenible.
Aún contrariado, le agradecí su autorización y sólo le comenté –como al
pasar– que mi interés se circunscribía a lo profesional, por sí acaso.
-
Ah, una cosa más –acotó el viejo
jefe–, es una suicida pertinaz, aquí llegó porque quiso matarse cortándose,
quemándose e inhalando gas, todo junto... ¡Pobre piba! Cuando puedas tráeme de
nuevo la carpeta. Igual, no hay apuro –y sin mayor preocupación se despidió de
mí.
Crónica Cuarta:
Ellos.
Llevaban juntos un año y medio. Lo había conocido en el lobby de un hotel céntrico cuando hacía
relaciones públicas en un evento de una marca top de ropa interior y lencería erótica y él firmaba balances como
ayudante de contador. La química fue instantánea. Claro, ella era una magnífica
amante, no porque sumara hombres como etiquetas en su haber –él fue apenas el
tercero– sino porque era tan pasional y entregada cuando amaba, que no concebía
acostarse con nadie que no le produjese esa fantástica polisemia de sentidos, y
a él lo amó.
Tal vez, ella pensó que ése (él) era su destino, el único posible.
Quizás su corazón no estaba en condiciones de resistir nuevas pérdidas. Su
padre la había abandonado y la madre había muerto tiempo atrás. Puede que
hubiere encontrado en aquel novel contador alguien en quien confiar. De todos
modos, él se fue en busca de su éxito y ella se quedó aquí, sola, olvidada y
con deseos de nadie.
Cuando escuchó el mensaje grabado en el contestador y adivinó la voz
que traía tan infausta sentencia echó a llorar. No sabría yo si lloraba más por
él, por ella, o por ambos, pero lloró como lo hacen las que aman, con lágrimas
de genuino dolor, producto del agobiante sufrimiento de las ilusiones
deshechas. Llamó a su amiga y confidente y le dijo que no podría vivir sin él,
que así no resistiría, que no podría despertar con esa pena artera, clavada en
su pecho, en la mañana siguiente.
Y luego, atormentada y dolida, fue a la cocina y se preparó un café,
como quien busca a un oscuro y tórrido compañero, capaz de compartir en
silencio aquel penar irreparable. Pero estaba confusa, casi no sabía dónde se
encontraba. Quiso guardar en la alacena unos vasos que, junto a otros enseres,
estaban sobre la mesada. Sufrió entonces un profundo mareo, intentó asirse de
algún borde, pero fue en vano. Cayó pesadamente sobre el mármol y la cocina
encendida. Los vidrios cortaron su piel tan blanca y el café, a punto de
hervir, quemó los sueños, las quimeras y su rostro de manera irremediable.
Al cabo, la hornalla se apagó y el gas infame inundó el ambiente sin
ningún remordimiento.
Crónica Quinta: Tú
y algo de mí.
-
No estoy loca, no quise
suicidarme, no me agrada que me violen estos simios hijos de la chingada –y
señaló a los celadores que estaban detrás de la puerta–. Me quiero ir de aquí.
Pero, ¿quién le hace caso a alguien que está con esta bata de mala muerte, casi
desnuda, descalza, destrozada anímica y físicamente y con estas malditas marcas
que tengo en la cara y en los brazos? –dijo, con voz inquebrantable, aunque un
tanto apagada por los psicotrópicos.
-
Tal vez yo... –respondí.
-
¿Y quién demonios eres tú? Un
súper héroe afeminado... digo, porque hasta ahora no me metiste mano, ni me
quisiste desnudar, ni nada. Es posible que seas homosexual y tal vez por ello
me parezcas más educado –resopló.
-
Sólo tengo interés en ayudarte.
Advertí que algo pasa contigo. En verdad te creo, porque sé que no estás loca.
Para decirlo más apropiadamente, no tienes disfunciones mentales que te impidan
reconocer la realidad, el tiempo y el espacio, ni representas un peligro para
los demás ni para ti misma. Pero, sé bien que con el tiempo, aquí, eso irá de
mal en peor y terminarás en igual o peor estado que muchas de tus compañeras...
-
¿Y qué tengo que hacer para que me
saquen de aquí? Estoy cansada, ¿sabes? No hay justicia para la loca, ¿te das
cuenta? Entrar aquí es un viaje de ida, un pasaporte a la enajenación y a la
degradación. ¡Resulta que te clavan un estigma y nadie te salva! ¡Nadie te cree
nada! Te oyen y no te escuchan. Sólo creen en estos médicos burócratas que no
hacen nada por los enfermos, salvo hacerlos pudrir en un mundo de soledad,
carencias de todo tipo y promiscuidad. Lo más curioso es que tus amigos, tu
familia, tus allegados, le hacen caso a estos tipos... Les dije mil veces que
se cansaron de violarme. Creen que son inventos míos... ya ni fuerza tengo para
resistirme, ni para hablar... Estaba mal, al borde del abismo, pero acá estoy
en el fondo. ¿Entiendes?
Crónica Sexta: Yo,
de nuevo.
Yo había escrito en mi tesis: “(...) que las cuestiones afectivas
pueden producir desórdenes temporarios del comportamiento emocional, llegando
incluso a tener manifestaciones similares a patologías más graves, las que,
basadas en un mal diagnóstico, pueden verse acrecentadas mediante la acción que
producen los psicofármacos de corriente prescripción, juntamente con la
desconexión espacio temporal que produce el encierro... Todo esto, podría
configurar un cuadro psicológico inextricable para un profesional ajeno a la
historia vivencial del paciente en cuestión...”.
Desde luego que si a ello le sumamos el trato y el destrato que reciben
estas pobres almas en algunos lugares que funcionan como depósitos de personas
y el sometimiento carnal so pretexto de peores pesadillas, junto a la certeza
asumida en torno a lo irreversible de su condición, el resultado no puede ser
sino: la más atroz y brutal locura, cuando no el suicidio, una y otro inducidos
por un sistema criminal, perverso y decididamente infrahumano.
Última Crónica: El
final de los dos.
Con el tiempo conseguí hacer los arreglos pertinentes y cumplir con
todas las formalidades para que ella pudiese recuperar su vida. Hoy día nos
comunicamos de vez en cuando y de tal manera me cercioro de que está bien y me
agrada que así sea.
Me satisface haberla
ayudado, aunque, creo en verdad que: a pesar de que se me considera como un
hombre que se jugó por una causa, que peleó contra el sistema y que cambió, en
alguna medida, el paradigma del tratamiento psiquiátrico en el país, no tuve en
realidad el valor necesario para amarla.
Es cierto que sabía
demasiado acerca de ella y que siempre asumí que no se es feliz, sino a costa
de algunas (todas las necesarias) ignorancias –en franca contradicción con mi
formación profesional–.
No obstante, ahora
me doy cuenta de que no hay vestigio de valentía en mí, tampoco de cordura,
pues me siento misérrimo y del todo vulnerable.
Renunciar a su amor
ha sido una locura, de ésas que están exentas de tratamientos pero condenadas
desde el vamos, sin la más mínima posibilidad de redención. O, más aun, diría
que fue un pecado, tal vez el octavo capital. Por ello, como bien suponen, yo
no tengo quien me salve.
Hasta
la próxima mirada.
El Ojo Críptico