martes, 23 de octubre de 2012

EUDEBA Y LA DICTADURA

Hoy inauguramos una nueva sección en El Ojo Críptico: se trata de producciones audiovisuales que he realizado sobre diferentes temáticas culturales y sociales. He querido comenzar este ciclo con una propuesta muy particular y sentida, pues se trata de la editorial universitaria, EUDEBA, la dictadura iniciada en marzo del '76, y el proyecto de etnocidio que persiguió la represión ilegal, además del terrorismo de Estado y el genocidio. Lo comparto con ustedes sin más prolegómenos, con el único fin de seguir construyendo identidad. RT


sábado, 6 de octubre de 2012

FOTOART


Gentileza Norma Villarreal


En la entrega anterior el disparador de la nota fueron las fotografías, (¿recuerdan a los cinco amigos que se fotografiaron durante 30 años –con intervalos de un lustro– a orillas del Lago Copco?), pero no me ocupé tanto de “la foto” como lenguaje visual, arte, o descubrimiento científico, sino que derivé intencionalmente al plano ontológico y lo que propuse fue una reflexión sobre el ser. 

Ahora sí me propongo contarles algo acerca de la historia de la fotografía, y más especialmente de la fotografía como arte visual. Para ello me valdré de la experiencia que tuve al percibir la pluralidad de sentidos de la muestra “Divertimentos” de la fotógrafa y artista plástica argentina Norma Villarreal (en Carla Rey Arte, Humboldt 1478, CABA, Julio 2012).

La fotografía como la entendemos hoy en día nace en el siglo XIX, si bien ya se conocía desde bastante tiempo atrás el  procedimiento llamado de “cámara oscura” que permitía obtener una imagen de la realidad, pero no fijarla. El descubrimiento decimonónico es, en sí, la técnica y el soporte en el cual fijar la imagen lograda. Ese arduo camino para lograr el registro fotográfico tiene como antecedentes las fijaciones espectrales de Niépce (Francia, 1765-1833), las pruebas y errores de otros tantos, y las más logradas de Daguerre (Francia, 1787-1851), de quien heredaron su nombre los daguerrotipos (impresiones únicas en una superficie de plata sobre vidrio).

Fue en 1839 que se hizo público el descubrimiento de Louis Daguerre, y en una época de dura batalla por las patentes de los inventos –que alcanzaría su máxima expresión algún tiempo más tarde con Thomas Alva Edison, que patentó más de un mil de ellos–, el considerado padre de la fotografía, en un hecho por demás atípico, cedió los derechos al Estado francés y éste los hizo públicos. ¡Voilà!

De tal modo la fotografía comenzó su derrotero, pero vale aclarar que esos albores estuvieron bien alejados de la idea o del concepto de “arte”. Ciertamente, no se veía a la fotografía como un lenguaje artístico, y quienes se adentraban en su conocimiento y especialización lo hacían más de las veces con fines científicos o por valores identificados con el progreso y la modernidad. Tanto es así que una definición de época describía a la  fotografía como: “realidad fidedigna reproducida, automática y espontánea”, dando cuenta sin eufemismos de la “objetividad” del procedimiento fotográfico.

Posiblemente, hoy deberíamos ampliar ese único sentido, pues a partir de los pictorialistas (movimiento fotográfico de fines del siglo XIX que pretendía que la fotografía acompañara los problemas estéticos de la pintura), pero fundamentalmente por la intervención de algunos de los más destacados los artistas de las Vanguardias (Nagy, Man Ray, Duchamp), y de la legitimación que la actividad recibió de parte de los museos promediando el siglo XX (por ejemplo el MoMA de Nueva York con la muestra “The family of man”, 1955), es que la fotografía se vuelve arte.

El breve recorrido histórico que les propuse se justifica porque el arte exige ciertas competencias para no reducirse a mera contemplación. Desde luego que nada impide gozar superficialmente de la belleza de una obra, o conmovernos con la fealdad de otra (que por cierto es otra forma de belleza), pero la ausencia de un contexto y de algunas necesarias referencias sí limitan lo que llamamos “experiencia estética”, o cuanto menos una aproximación a ella.

“Divertimentos” es una apuesta lúdico-fotográfica que logra inscribirse con muy buen tino en el sinuoso camino de la fotografía-arte. Norma Villarreal es, por cierto, una prolífica artista formada en bellas artes y una artista visual que no se ha conformado con el monolenguaje. Su propuesta simbólica en esta obra es “el rescate del niño interior”, y eso lo busca y perfecciona a través de un recorrido fotográfico que mixtura juguetes simples y abstracciones lineales. A sabiendas de los contrastes, crea espacios de juego visual (en el sentido de Gadamer: símbolo, juego, fiesta) y de transporte temporal, permitiéndose el propio regreso a  los recuerdos y significaciones infantiles, e invitando al visitante a hacer lo propio, para dejarse llevar por un recorrido que se completa con la soledad de un triciclo de caños sin brillo, pero con presencia física que lo torna evidente y también ideal.

Por la cantidad de obra y el tamaño de la misma, este autor es de la opinión que “Divertimentos” necesitaba más amplitud de espacio expositivo para poder “expresarse con la libertad que su simbólica demandaba”, del mismo modo que un breve relato curatorial bien hubiera ayudado para poner en clima y situación al público asistente. No obstante, la singularidad y frescura de la idea, y la originalidad y destreza compositiva de la artista, hacen que uno no dude en identificar a esta icónica obra como una de las más atrayentes y recónditas de las que se han ofrecido durante el año en el circuito tradicional del arte metropolitano.

Seguramente, “Divertimentos” seguirá un rumbo venturoso en futuras reposiciones. Del mismo modo que la fotografía ya no abandonará el lugar propicio que encontró en el arte.

Hasta la próxima mirada.
El Ojo Críptico


viernes, 5 de octubre de 2012

LA SALAMANCA


Pablo Picasso

Guiado por mi amigo Julio, que era baqueano y diestro a campo traviesa, me interné más allá de la quebrada y el cañadón en busca de La Salamanca. Caminamos por espacio de tres días con sus noches. En la oscuridad y el silencio de las madrugadas a la intemperie siempre pensé en mis cuatro hijos, en mi madre anciana y en la mujer que ya no tenía. Julio me convidaba un postrero trago aguardentoso de su petaca de plata antes de entregarse al sueño. Lo hacía de manera ritual: “debés estar preparado”, me decía. La resolana del alba me resultaba inspiradora y vigorizante, sentía como un renacer, luego de haber sido confinado a la penumbra de los sátiros y los faunos. Al llegar al divisadero de un cerro despojado –del cual nunca había tenido la mínima certeza de su existencia–, mi amigo me señaló un sendero algo sinuoso que se internaba en las entrañas oscuras del gigante de roca. “Diez pasos antes de llegar al cerro tu paso será interrumpido por una mata, tú decidirás si la sorteas, o si te quedas allí, ése es el misterio de La Salamanca, quedarse o seguir”, dijo. Avancé trémulo, en mi mano derecha llevaba la petaca de Julio. Empiné el codo y le eché un trago, y otro, y otro más, con el propósito de darme etílico valor. Con la vista nublada y los otros sentidos en rebelión, trastabillé primero, para luego caer de rodillas sobre la espinosa y hedionda mata. Postrado en posición penitente sentí como el suelo se llagaba con grietas que descendían a lo profundo. Quise dar los diez pasos que me separaban del cerro, de la supuesta Salamanca, de la cueva de los demonios. No tuve chance. La tierra me tragó merced a sus fauces famélicas. Fue así que supe que La Salamanca no era un sitio al que llegaría, sino, más bien, un destino que me alcanzaba. El camino de regreso Julio lo hizo en solitario y sin petaca de dónde beber. 

Ricardo Tejerina / 2012