sábado, 9 de agosto de 2014

MUNDIAL DE FÚTBOL: ALEGORÍA DE LA NACIÓN


Terminó el Mundial en tierra brasilera. La Meca del fútbol fue remisa con las aspiraciones de campeón de la Argentina luego de 24 años, pero recreó la relación del equipo nacional con el pueblo. En paralelo, la contienda deportiva más popular del mundo dejó mucha tela para cortar y habilitó la presente reflexión sobre la identidad, la nación, el éxito y el fracaso.

Pensaba… cuántas reflexiones y conclusiones nos permite extraer un Mundial de Fútbol, más ahora, con el resultado puesto. En verdad, muchas de esas conjeturas y sentencias corresponden a las formas alegóricas, ésas que nos hablan de unas cosas, pero que en realidad remiten o se refieren a otras. Dicho de otro modo: el fútbol como metáfora de la nacionalidad y la identidad, o también como metáfora de la gloria, la divinidad o el más profundo y ominoso infierno. Todo eso bajo la fachada de un deporte. ¿Es posible? Sí que lo es.
Es curioso, pero pocas cosas como el fútbol logran sacar a flor de piel las cuestiones identitarias y nacionales. Está muy claro que se trata de un deporte, que no supone –en una observación lineal y despojada– más que una justa atlética (y en algún punto estética), pero con el valor agregado de la “argentinidad” en estado puro, en nuestro caso.
Ciertamente, los jugadores no son héroes, ni próceres, ni tampoco abanderados de los grandes valores nacionales; pero sí son profesionales aptos que en instancias decisivas como las de un Mundial, se vuelven depositarios de una pasión colectiva y espejos de una ilusión que agiganta el orgullo, en una relación que involucra una destreza deportiva y la satisfacción plena de un país.
No hay mucha explicación más, pues los sentimientos no pueden explicarse fácilmente. Si vale un ejemplo, y sin que parezca una insolencia o una banalización, lo cierto es que el pueblo argentino sintió que Diego Maradona lo reivindicó en la Copa del Mundo de México 1986 con el gol a los ingleses (porque no fue el gol a la selección de fútbol inglesa, sino “a los ingleses” como nación). Y, por cierto valen cualquiera de los dos que convirtió o el combo completo, para mitigar el dolor supérstite de Malvinas. Quien diga que no lo sintió así, creo que miente, ¿o acaso el puño de Maradona elevándose por encima del arquero británico Peter Shilton no era el puño de todos los argentinos y por qué no de Dios?, ¿o la corrida del eterno diez desairando ingleses a diestra y siniestra no representaba una cabalgata de Valquirias, pero autóctonas y bien criollas?
Y no es banalidad, no señor. ¿Saben por qué? Porque el fútbol tiene ese extraño magnetismo que otras disciplinas no atesoran. Si no fuera así, ¿cómo se explica el pecho hinchado con el himno nacional tarareado en su versión para estadios, o la proliferación de banderas cubriendo casas y autos, o el uso de camisetas como verdaderas armaduras con los colores patrios? Todo eso es argentinidad, y la produce el fútbol, ni más, ni menos. La victoria deportiva, entonces, es alegoría del triunfo de la nación, de la superación de la adversidad, de la ilusión de protagonismo en el concierto mundial.
Pero…, siempre hay un pero, ¿qué pasa si perdemos? La estantería de nuestros valores se mueve como agitada por un movimiento telúrico. Aparecen las contradicciones, los desconsuelos, los reproches, la marcialidad y la distancia… Llega, sin permiso, el fin de la inocencia. Nuestro coqueteo con el éxito se vuelve merodeo con el fracaso. De pronto, todo el gozo y la pasión tornan en decepción y acritud. Guardamos pues las banderas, nos quitamos la camiseta y cambiamos de canal. Game over. La nación debe esperar cuatro años más, y el éxito y el fracaso –que no son otra cosa que dos grandes farsantes– se ríen de nosotros.
Me pregunto qué hubiera pasado si Messi la embocaba en el mano a mano que tuvo frente al arquero belga Curtois…, y qué diríamos si ese bellísimo remate cruzado de la final, en lugar de desviarse arteramente por apenas unos centímetros, ingresaba al arco y nos llenaba a todos la boca de gol… ¿No estaríamos, acaso, hablando del Mundial perfecto, con balón, botín y copa dorada? ¿No se escribirían infinitos artículos que tratarían de dilucidar cuál es más importante, si el ’86 de Maradona o el 2014 –que no fue– de Messi?
Me cuestiono porque nuestra tendencia, mayormente, va a favor de la puja y no de la complementación; y porque queremos que Messi haga el gol de Diego, y luego polemizar acerca de cuál vale más. Eso también es argentinidad, pero demostrada a través de su rasgo o faceta menos favorable.
A fe les digo que el destino es caprichoso. Que lo que da por un lado, lo niega por el otro. Nos dio a D10S y nos quita al MESSIas… Aunque, esta vez, lo tuvimos ahí cerquita, en la tierra prometida, en el suelo consagrado. Igual, ¿quién nos quita lo bailado?
Tal vez podamos disfrutar de este momento, sin exitismos a ultranza ni decepciones innecesarias. Sabiendo que es mejor sumar que dividir. No postrándonos ante la farsa del éxito y el fracaso. Y sabiendo, que la alegoría de la nación también debe volverse realidad, más allá de la pelota.
Hasta la próxima mirada.
El Ojo Críptico