lunes, 31 de enero de 2011

CHICA DE MODA (Daniela)

Agustín Reche

Después de algunos años, muchos, en el exterior, volví a Bilbao.
Caminar por sus calles me transmitió nuevamente esas sensaciones únicas de saberme en tierra propia.
Por ese entonces, cuando mi regreso, buscaba un departamento para instalarme, mientras tanto me hospedaba en un hotel muy pintoresco y típico de la ciudad.
En París y Nueva York hice una carrera, construí un nombre y un prestigio. Cuando fue que decidí tomar el destino en mis manos, me convertí en un fotógrafo exclusivo. Empecé de abajo, trabajando para las corporaciones y emporios de la moda y la alta costura internacional, a través de la recomendación que me diera un mentor que tuve.
          Y en eso andaba, y cuando ya creía que nada que no proyectara previamente podría suceder, mientras tomaba una copa, ella apareció... Y yo, que tuve mil mujeres, quedé prendido de una fatalmente.
          Eligió una mesa de afuera, de las de madera oscura, de las que me gustan. Se sentó con tanta delicadeza y distinción que llamó mi atención de inmediato. Sin que ella lo notara, creía, la miraba por encima de los lentes de sol.
De su finísima cartera sacó un celular, era de los buenos, de los caros y tan completos. Es posible que la conversación que mantuviese haya sido el final de una historia. No era importante para mí, lo que resultó significativo fue que de súbito advertí que era el momento o bien de pagar e irme, o de cambiar el curso de dos destinos.
Pedí la cuenta a la camarera, me iba... Y un chistido, sí, un chistido, me paró.
-          ¡Hey, tú! ¿Me estuviste mirando desde que llegué y te vas a ir sin decirme nada? –dijo ella, al tiempo que se llevaba un cigarrillo a la boca y me inducía a que le facilitara fuego.
Me sentí un poco descolocado, me estaba yendo, no iba a cambiar el curso anónimo de la historia, y de pronto una mujer singular, con formas elegantes pero proceder masculino, me tiraba sus redes. Saqué el encendedor y prendí más que su cigarrillo.
-          Bonita cartera –le dije–, tan atractiva como la dueña, adivino que no es de aquí. Yo mismo la he fotografiado en una campaña primavera-verano de hace un par de años.
-          Eres fotógrafo, qué bien... –replicó.
-          Ya no, me considero un artista de la fotografía en todo caso –la interrumpí.
-          Me llamo Daniela, y fui modelo, pero también ya no. Mi cartera... Es linda, ¿no? La traje de París por cierto. Un gusto, puedes sentarte si quieres y tomar un café...
-          Será un placer, aunque si lo deseas podríamos tomarlo en mi hotel, estoy allá enfrente –insinué.
Fuimos a mi habitación y allí me enamoré de ella y sigo aún así. Es una empresa imposible no adorarla, no intentar retenerla en frenesí.
El tiempo ha pasado, como siempre, una fotografía mía es Primer Premio del Real Salón de Artes Visuales. La obra consiste en una mujer con el rostro oculto por finísimos cabellos  dorados  y  completamente  desnuda –sólo cubierta por una cartera– mientras está echada sobre las blancas sábanas de aquel hotel.
A la fotografía la llamé Chica de Moda y a ella, simplemente Daniela... qué más.

Ricardo Tejerina / 2010
  1. Este relato quedó como uno de los favoritos del público, a través de una votación por Internet, del Concurso de relatos breves organizado por La Visita-Larruzz Bilbao en 2010.

domingo, 30 de enero de 2011

DEUDA DE SANGRE

José Curia

La noche anterior, cuando Gómez se iba del garito, escuchó al negro Alonso, un matón conocido que ya se había cargado algún cristiano, decir:
-          Quedé en ir mañana a las cinco de la tarde a lo del gordo Papalardo… le debo cinco mil pesos, me va a esperar sentado, en un rato me rajo para Montevideo, tengo a la yuta en los talones…
- - - | - - -
La última calle la caminó despacio. Era invierno, el hombre llevaba sombrero, bufanda y guantes. El peso que sentía en el bolsillo derecho del pantalón le recordó que traía todo lo que debía para saldar su deuda. Por un instante, pensó en volverse, pero desistió de la idea, a fin de cuentas ya había llegado.
 Apoyado en el escalón de la entrada hizo sonar el timbre dos veces. Unos ojos yertos asomaron detrás del postigo. Con cierto desgano y titubeo, una mujer abatida le franqueó la entrada. Él, con la voz ligeramente cascada, sólo dijo: Soy Alonso –si bien se apellidaba Gómez.
          Conocía el camino. Ya había estado allí, aunque hacía mucho tiempo. En el fondo del descuidado patio, cuarenta metros después de la entrada, una puerta entreabierta lo esperaba.
-          Por fin llegaste Gómez, te demoraste, hoy esperaba a otro. ¿Viniste disfrazado? –le dijo un hombre obeso, que aguardaba sentado en un banco enclenque.
-          Hace frío respondió el recién llegado–. Y agregó: Con respecto a la demora… no alcanzaba a reunir lo necesario, no fue fácil.
          El gordo Papalardo se incorporó y con familiaridad le puso una pesada mano sobre el hombro izquierdo, al tiempo que con la otra le acicaló la bufanda.
-          Bueno, ambos sabemos que las deudas de juego se pagan. Aunque, esta vez, no se trata de dinero… –le espetó el corpulento hombre.
-          Siempre lo hice, soy buen pagador, nunca me quedo con lo que deja de ser mío. Sucede que ahora me reclamas algo que es de la Yoly… –respondió Gómez.
-          No te reclamo nada que tú no hayas puesto en juego. Dame las tres cadenas de oro, incluso la que tiene el dije partido, y puedes irte por donde has venido –insistió Papalardo, demostrando que conocía muy bien lo que había ganado.
-          Te has vuelto huraño con los años. Aún no toleras que ella me haya elegido a mí y te dejase… Es todavía una mujer hermosa, quizás sea lo único valioso que gané en toda mi vida… y sabes que ni siquiera estaba en juego, simplemente, tú la perdiste. Aquí tienes las cadenas –y el hombre extendió su brazo con las tres, dentro del puño apretado.
-          ¡Eres un bastardo! Nada más recupero lo que es mío. Yo las gané en buena ley. Esa percanta, ya no está conmigo, ¡pues entonces las cadenas de oro vuelven a mí! –sentenció el acreedor y abrió su mano para recibir la valiosa y dorada paga.
Gómez lo miró fijo. Sintió que esa última ofensa lo justificaba aún más. Luego, se dispuso a darle las cadenas. Al entregárselas, comenzó a presionarlas sobre la palma del hombre que, nervioso, intentaba zafarse. Éste, casi lívido le recriminó:
-          ¿Qué haces, imbécil?
-          Te doy tus cadenas, incluso la del dije partido, tal como lo deseabas…respondió el deudor, mientras aumentaba la presión, siempre con sus duros guantes puestos.
Gómez sintió como el dije, partido y filoso, se le incrustaba en la carne al robusto hombre que luchaba por soltarse. De pronto, un rudo y certero cabezazo, hizo que Papalardo, inconsciente, se desplomase golpeando mortalmente su humanidad contra el piso. Un hilo de sangre sentenció ese último juego, en el que uno de los dos lo perdió todo.
         Sin muestra de piedad alguna, Gómez tomó las tres cadenas, quitó de un tirón el dije partido y ensangrentado, y otra vez atravesó el largo patio, ahora con destino de salida. Una vez en el vestíbulo miró a la mujer desgarbada de ojos ciegos y lamentó su destino de paupérrima ama de llaves. Se le acercó y puso entre sus manos, delicada y cuidadosamente, cada una de las tres cadenas de oro.
         Ella, lo buscó en vano con su mirada extinta.
-          Soy Alonso, sólo vine a pagar, nunca me quedo con lo que ha dejado de ser mío… –dijo Gómez, con la voz ligeramente cascada.
Luego, observó su reloj, marcaba las cinco y veinte… Ya en la calle, arrojó el dije por una alcantarilla y, pensando que, de ser necesario, Montevideo siempre es una buena opción, por donde vino, se marchó.

Ricardo Tejerina / 2009

sábado, 29 de enero de 2011

EPIFANÍA

William Turner

Esta historia me fue relatada por un singular hombre cuando viajaba en tren desde Sevilla hacia Cádiz, hace ya bastante tiempo. No sé por qué yo he sido su virtual confesor, ni tampoco sé por qué aún no he podido olvidar los pormenores de aquel suceso, sólo sé que se trata de una gran historia de amor, tal vez la última...
El tren se movía con su ritmo monocorde. Dado que tenía por delante más de ciento veinte kilómetros por recorrer, apoyé mi cabeza contra la ventanilla sintiendo resignado el golpeteo en una de las sienes. Quería dormir un rato, estaba cansado y no tenía nada mejor que hacer.
De pronto, un caballero alto, elegante, con gafas oscuras y algo mayor, me preguntó si me molestaba que se sentase a mi lado. Como puede suponerse, mi respuesta fue que en modo alguno. Colocó entonces su abrigo en el estante superior –junto a la pequeña valija que traía–, se acomodó la corbata y el saco y se sentó.
No terminaba él de hacerlo y yo de disponerme nuevamente a dormitar cuando me preguntó:
-         Joven, ¿conoció usted el amor?
¿De qué me habla este hombre? –pensé–. Quedé por unos instantes con los ojos entreabiertos y una mueca en la cara que involucraba al entrecejo y la barbilla remedando el típico gesto de asombro y desconcierto. Luego, lo miré y le dije:
-         No sé, tal vez, o no, ¿qué más da?
-         ¿Quisiera saber del amor entonces? –replicó el hombre.
-         Más me valdría enamorarme, pero como no creo que suceda –insinué.
-         Justamente, entonces le contaré.
Y así, de esta manera casi insólita, casual y del todo fortuita, recibí esta magnifica historia que me siento en obligación de divulgar, puesto que no creo que me haya sido dada sólo para mí; o cuanto menos: considero que el amor debe ser difundido, porque, en verdad, puede cambiar el destino de una vida, o de dos, o de mil.
De este modo, ese buen hombre comenzó su relato:
- Epifanía era una bellísima mujer. De figura espigada, cabello dorado muy claro y sonrisa plena. Sus ojos color caramelo eran tan vivaces que uno podía quedar hipnotizado de sólo mirarlos. Era en verdad una mujer alta, sus largas piernas podían envolverte y aprisionarte con el óptimo resultado de una eficaz terapia. Parecía mucho más joven de lo que en realidad era. Hay gente que tiene el don de no envejecer, hay gente que vive en todos los tiempos y en todos los espacios; que es como decir en ninguno, pues son insondables.
Epifanía era inteligente, sagaz, mordaz a veces, impredecible y oscilante. La tenías y no. Te acercabas y desaparecía. Era una paradoja. Como la pretensión de realidad de un holograma o la virtualidad poética de las nubes del ocaso, ésas que se tiñen de colores y tornasolan.
La conocí una noche de verano en un típico barrio andaluz. Compartimos una cena y una botella de vino que –prácticamente– ella bebió completa. Nos contamos la vida entera en apenas dos o tres horas. Cuando me relató sus dolores yo morí con cada uno de ellos. La advertí tan frágil, tan vulnerable. Era allí, entre dolor y dolor, que me besaba cortamente. Porque Epifanía es la dama de los besos cortos. Besos tan breves, como fatales y profundos. Besos impregnados de malbec y confesiones.
El hombre, que me miraba sin vacilaciones, me preguntó si entendía acerca de lo que hablaba. Respondí afirmativamente y me animé a preguntar:
-       Discúlpeme señor... No sé su nombre; pero usted dijo que iba a contarme acerca del amor y hasta ahora sólo habló de una mujer, tal vez hermosa, de una cena... No sé, imagino que habrá más, pero: ¿Y el amor?
Y el hombre continuó:
-         Pues bien, mi querido amigo...
-         Uriel, me llamo Uriel –respondí.
- Pues bien, amigo Uriel... vaya nombre. El amor es un sortilegio que poseen solamente algunas mujeres. El sortilegio les vino dado, conferido, está en todo su ser. Por ello, son mujeres que no habrás de olvidar. Mujeres que vivirán para siempre en tu recuerdo y en tu corazón, porque son portadoras del milagroso hechizo del amor. Son mujeres especiales, diferentes, aunque no únicas. Porque son de una clase, originales sí, pero no exclusivas. Las hay en diferentes lugares y a distintas horas, pero todas ellas se distinguen de las demás porque son simplemente finas y brillantes. Desde luego que también son bellas, inmensamente, pero la belleza es sólo un atributo menor entre los tantísimos otros que poseen. Son mujeres del Olimpo, son mujeres de reinos encantados y tierras consagradas, son deidades del cielo por venir, son aquellas capaces de angelar a un hombre con su solo roce.
Epifanía era de esas mujeres, de la casta de Helena de Troya, capaz de provocar la más grande guerra sólo por amor. De enamorar a Paris o a cualquier otro mortal con su docilidad y hermosura, pero siempre a través del beso fatal.
El beso, he allí la clave del amor, el vector del sortilegio. No hay amor sin beso, puede haber besos sin amor, pero nunca, jamás, amor sin beso. Es el beso el que transporta el impredecible encantamiento cuando se amalgama entre dos bocas. Pero cuidado, el elixir sólo llega cuando es ella la que te besa a ti. El hombre roba besos, la mujer los da... y cuando ella es quien los entrega... y cuando se trata de esas mujeres olímpicas, el extraordinario virus del amor entrará como torrente por cada poro de tu cuerpo y en tus sentidos. Se sentirá a gusto con tu alma y anidará en tu corazón acompasando cada sístole y diástole.
Epifanía es mujer material y etérea. Con el paso de los días, los meses y los años, hasta dudarás de su real existencia. Uno llega a cuestionarse todo, incluso la veracidad de los hechos. No obstante, ella, en su atemporalidad e inmensa dulzura te dará su señal. Te recordará su pluralidad de sentidos, para que no enloquezcas, para que no pienses que desvarías, para que confirmes que el amor no es apenas un sueño. Aunque lo es, en verdad, en tanto sortilegio.
Yo, incluso en este mismo momento que hablo contigo, Uriel vaya nombre, siento ese gusto a mujer en la boca, ese sabor aterciopelado del vino tinto que inunda de amor todo mi ser. Aún estoy en sortilegio, aún estoy a su merced.
-         ¿Y no sufre por ello? –pregunté curioso.
- No, disfruto, sublimo, adoro... Porque he sido tributado con la bendición de sentir amor. Amor del bueno, del verdadero, del que alborota sensaciones. Ese amor de las mujeres especiales, que sólo reciben en custodia los hombres diferentes. Ese amor que no es de juergas ni de embustes, ese amor que es de los aires y los vientos. Amor de horizontes interminables y mares bien profundos. Amor de un día, que vale por mil vidas y amor entero que hidrata los desiertos.
-         ¿Y cuánto duró ese amor entonces?
- ¿El amor? Posiblemente la vida entera. Aunque, la magia misma: lo que duró el vino mi amigo, lo que duró el vino y su ilusorio efecto. Es, de hecho, el amor perfecto. El amor más intenso vivido en un momento. El amor más dulce sentido en un instante. El amor más tierno, en un beso tan corto y tan certero.
-         ¿Y eso es el amor entonces?
- Ay, Uriel... ¡Cuántas preguntas que haces! Resulta que yo ofrecí contarte cuando tú estabas esquivo y ahora me requieres más allá de mis deseos. Eres terrible querido amigo. Voraz, insaciable. Buscas más de lo que tienes y tienes más de lo que necesitas.
-         Pero, señor, no sé su nombre.  Yo quiero conocer una mujer así –balbuceé.
- Tal vez ya la conoces, mira bien a tu alrededor... O tal vez aún no se ha presentado. Puede incluso que lo haga ya mismo, también puede que no lo haga nunca. Querido Uriel vaya nombre, recuerda siempre que el amor es un sortilegio. Dulce hechizo, portado por las mujeres especiales. Nunca entregues tu alma ni tus sentidos a quien no sea de esa estirpe. ¿Me harás caso?
-         Sí. En realidad no sé. Estoy confuso. Pero sí, sólo a esas mujeres.
- Bueno querido amigo, he de bajarme porque mi viaje ha llegado a su fin, lamento haberte dispersado de tu sueño.
-         Aguarde, señor. No sé su nombre –le reclamé.
El hombre tomó su abrigo y su maletín. De adentro de él sacó una tarjeta pequeña, blanca, con ribetes dorados y me la entregó diciéndome:
- De un lado encontrarás mi nombre... Simplemente soy D., del otro verás escrito el nombre de ella...
-         ¿Epifanía? –pregunté con ansiedad.
-          ¡No, Uriel! El nombre de la mujer que a ti te ama y que te aguarda, de tu reina. Epifanía es sólo mía.
Se detuvo, vaciló un momento, luego continuó:
-          Pero, mirándolo bien, en verdad sí, para ti será como una epifanía, pero de otra naturaleza, algo así como una revelación. Que la suerte te acompañe querido amigo. Te deseo que no te lleve la vida encontrar tu destino.
Y el extraño hombre, que se hacía llamar sólo D., bajó del tren y ya no lo vi más. Tampoco he vuelto a saber algo de él.
De todos modos, he revivido varias veces aquel trascendente episodio desde el mismo momento en que sucedió. Creo que por ello, la figura de ese hombre permanece indeleble en mis retinas. Tanto es así que: mientras escribo estas líneas, en un bolsillo de mi camisa, el más cercano al corazón, conservo su tarjeta aún.

Ricardo Tejerina / 2008-09

viernes, 28 de enero de 2011

MORIR DOS VECES

David Friedrich

Sentado en el sillón de siempre, se apoyó el cañón del revólver en la sien y lo hundió con fuerza en el parietal derecho. Por un instante, la resistencia ofrecida por el gatillo activó sus pensamientos. Estaba triste, devastado por la pena y en lacerante padecer.
Era consciente de que lo había perdido todo, pues siempre vio a través de ojos prestados. Las frías ausencias del presente lo dejaron irremediablemente ciego, pero su ceguera no era física.
En su interior buscó atisbos de aquella felicidad de antaño, pero sólo halló deshilachados jirones. Más de las veces la vida desune lo que el hombre se esfuerza en vano en amalgamar.
Definitivamente, sentenció que la vida, la suya y la de todos, no valían nada en absoluto.
De pronto, sintió como su corazón se desbarrancaba irrefrenable y presuroso hacia el abismo infinito.  Allí mismo donde moran por la eternidad toda, el desamor, el olvido y la soledad.
Nunca había experimentado tamaño dolor, tan profundo, tan intenso, tan incesante, tan ardiente y desgarrador. Adivinó entonces que ya no habría vuelta atrás. Asumió que estaba muerto. Pensó que, cuanto menos, fue exitoso en el final, no había fracasado en el intento.
En ocasiones, se había preguntado cómo sería morir. Su intuición se reveló minúscula y estrecha, dado que nunca pudo siquiera imaginárselo. Ahora, curiosamente, él vivía su propia muerte, y si bien otrora no había podido vislumbrarla en sus cavilaciones, al experimentarla ipso facto no tuvo duda alguna que de ella se trataba.
Sabía que los suicidas no gozaban de buena prensa allende el otro lado. Se supone que es Dios quien da la vida y quien la quita. El hombre que le pone fin a su existencia, en alguna medida se arroga prerrogativas reservadas al digno creador. Visto así, el suicidio es un acto arrogante, ataviado de inocultable soberbia, y es sabido que esta última es un pecado capital.
Quedó entonces indefenso, a merced del suplicio extremo. Es casi inexplicable hablar de un dolor que no es físico, pero que duele como si lo fuera y más aun. Profundo hasta los confines del alma, intenso para oprimir el espíritu, incesante para quebrar la resistencia, ardiente para quemar las últimas ilusiones y desgarrador para recordarnos la naturaleza original de nuestro ser.
Sufriendo, vagó errante por los extensos pantanos cuyos senderos son de lava y cuyo hedor es de azufre persistente; terribles páramos marchitos, carentes de vida, de luz y de color. Tal vez lo hizo por siglos. La muerte no tiene tiempo, he allí su principal y desesperante misterio.
Durante todo ese impasse no vio a nadie, fue miserable y pequeño en la inmensidad abismal y vivió una eternidad de soledad, aunque en verdad estaba muerto. Concluyó entonces que la muerte es una paradoja, presumirla es confundirse.
Al transcurrir en soledad comprendió lo que es olvido. Se convenció de que ya nadie lo estaría recordando, y así fue que él también olvidó a todos. Advirtió pues, que la muerte es la ausencia de recuerdos. Con gravedad, dio por seguro que la vacuidad de pensamientos es la nada.
Ya en el último fondo del insondable abismo fue asolado por el desamor. Quebrantado su espíritu, el penar asomó infinito. Quiso llorar, mas no hay lágrimas posibles en los dominios oscuros. Supo así que, al no poder llorar, la pena quedaba dentro. Recién allí comprendió el cometido del Infierno, cuyo paisaje amortajado es mínimo, comparado con lo que produce la acumulación de tristeza en cada alma.
Tal vez no debió jalar de ese gatillo. No obstante, quizás pudiera tener la chance de arrepentirse y regresar. Quien ha contemplado todo esto, de seguro quiere ver cambiado su destino. A veces la muerte regala algún pasaje de vuelta, pocos atesoran dicha gracia, obtener ese boleto es trascendente…
De súbito y atribulados, sus ojos se abrieron de nuevo a la vida. No recordaba nada. Inexplicablemente, a pesar de estar tendido en la cama de un hospital de mala muerte, y que su realidad distaba de haber cambiado siquiera en algo, por vez primera la existencia le pareció maravillosa… Me surge bastante razonable, después de todo, no cualquiera puede morir dos veces.

Ricardo Tejerina / 2009

jueves, 27 de enero de 2011

THE CALL

The call
         Cerca del trópico de Cáncer, las horas vespertinas resultan abrasadoras...
Aquella vez, el sol quemaba la arena y la volvía intransitable a pie desnudo. Una mínima brisa, también caliente, cruzaba fugaz.
Su casa, erigida frente al celeste mar caribeño, surgía entre los médanos como delicado castillo, destinado al resguardo de ilusiones, deseos y secretos. Las paredes blancas la hacían muy visible por las noches, mas, durante el día, bien parecía un espejismo.
Ahora pienso que en verdad lo era, creo que se trataba de una morada encantada, sólo visible para algunos selectos transeúntes. La intuyo como un lugar consagrado de pureza, aunque irremediablemente lascivo y provocador.
La esculpida silueta de ella, se dibujó en el horizonte. Avanzaba desafiante. Su torso esbelto y dorado, sólo cubierto por un mínimo soutien, desbordaba de agresividad y madura belleza. Sus caderas, transparentadas por un sugerente pareo, ondeaban al ritmo firme de un par de piernas que no cedían en su paso.
Por la espalda le corrían finas gotas de sudor que se dormían al final de la espina y mojaban lenta y seductoramente la insinuante tela que le envolvía las curvas.
Se la notaba ansiosa, los ojos le brillaban y mantenía cierta crispación en los puños. Caminaba rápido. Demostraba que quería llegar e internarse en la reparadora sombra del templado hogar y abandonarse quizás en un sillón o, mejor aun, en su cama...
Ya frente a la puerta, que estaba sin llave, movió con agresivo estilo la cabeza y el cabello recuperó la forma deseada y habitual, entonces, lo lució tan brillante y encantador como siempre. Como una ráfaga pasó por la sala al tiempo que iba desvistiéndose.
Al llegar arriba, al dormitorio, su cuerpo estaba tan desnudo como su alma o desbocados sus sentidos. Sentía un ardor de deseo que la recorría y estremecía. Se paró frente al espejo y se observó. Le gustó verse así expuesta. Fantaseó, deliró, saboreó la humedad de su piel y luego esperó...
Mientras lo hacía, deslizaba con suavidad el celular por sus pequeños pechos, apenas los rozaba. También por su abdomen y sus muslos. Anuló el sonido del mínimo aparato y lo dispuso en vibrador. Se apropió de su temblor.
Sabía que él la llamaría, lo ansiaba, lo deseaba. Estaba lista, estaba en celo, presta para ser poseída. En su interior se sentía meretriz y cortesana, pero también doncella, dama y reina. Lo era.
Ahora, en el apogeo de la tarde tropical, la vibración anunciaba esa llamada que atravesaba latitudes. Atendió con voz jadeante, con voz entrecortada, con suspiros indecentes de un placer incontenible que nunca supo de demoras.
Y se revolcó en la cama y se aferró a las sábanas para dejar en libertad a sus sensaciones... Y en éxtasis, soltó el celular, y sólo escuchó una voz que, susurrando, le dijo:
- I love you.

Ricardo Tejerina / 2009

 

miércoles, 26 de enero de 2011

LA RESPUESTA

Ángel Castaño Monis

Juntos, nos dispusimos a vaciar el viejo armario. Debíamos acomodar todo el contenido en algunos cestos de mudanza. Teníamos cierta pesadez, o tal vez desánimo; en verdad no resultaba agradable la tarea de encestar afectos.
Axel, que era más impetuoso, descolgaba la ropa y vaciaba los estantes. Yo, por mi parte, apenas acariciaba alguna prenda o me detenía en algún objeto, con la ingenua intención de arrancarle algún recuerdo. Hacía un año que mamá nos había dejado y era ésta la primera vez que entrábamos a la casa sin que nos recibiera con un beso saltarín en las mejillas. En muchas ocasiones me pregunté si en verdad ella había sido feliz...
De pronto, me encontré jugueteando con una vieja cajita de música. Estaba en perfecto estado, lucía tan frágil y sonaba tan armoniosa que ya no pude dejar de prestarle toda mi atención. Advertí también que en un costado, grabadas con delicada precisión, resaltaban las iniciales de mamá junto a otras que no pude reconocer... Creo que me perdí en las elipses trazadas por la hermosa bailarina, que jugaba a ser libre en su cárcel de engranajes.
Mientras mi hermano menor seguía desnudando el armario y engordando los canastos, aproveché para bajar hasta la sala, so pretexto de ir a buscar un par de refrescos. En realidad quería estar sola, o más bien, en compañía exclusiva de la reveladora cajita que había ganado todo mi interés.
Me pareció extraño que mamá nunca me la enseñase, que la hubiera guardado sólo para sí. Íntimamente la reproché por haberme privado de la magia que reporta una cajita musical. Pensé en lo mucho que me hubiese gustado compartir con ella la danza ritual y perfecta de la bailarina con corazón de porcelana y pollerita de micro-tul.
Una vez más le di cuerda porque no quería que dejase de sonar. Deseaba observar cada detalle, cada posición, cada ascensión y cada descanso. Noté que debajo de la plataforma donde la abnegada bailarina repetía sus mecánicas rutinas, se disimulaban dos pequeños cajoncitos.
Con mucho cuidado intenté abrir uno de ellos. No pude, estaba trabado, o quizás pegado. La resistencia me produjo cierto fastidio, no lo niego. Acometí pues contra el otro, y para mi absoluta sorpresa su apertura resultó del todo sencilla. Dentro, había un papel prolijamente doblado hasta su mínima expresión.
Decidí tomarlo y desdoblarlo, lo hice pliegue por pliegue, para luego extenderlo y alisarlo sobre la lustrosa mesa del vacío comedor, la misma que me resultaba tan inmensa, por la ausencia de mamá. De inmediato reconocí su letra, eran sólo tres palabras las escritas sobre el amarillento papel: “No me abras”. Asumí que ella no quería que abriese el cajoncito sellado. Me pareció ingenuo, pero intuí que debía respetar su postrera voluntad.
Luego, subí otra vez a la recámara y vi que Axel luchaba con el último cajón del desmantelado armario, el que en apariencia, y sin propósito alguno, se resistía a la tosca fuerza de mi hermano, tal como lo habían hecho todos los demás. Sin haberlo pensado con antelación, atiné a decirle solamente: No lo abras.
Él, pareció no escucharme y siguió forcejeando contra el enhiesto mueble. Insistí entonces, pero esta vez de un modo más imperativo y más sonoro: ¡Axel, te he dicho que no lo abras! Y luego agregué: Anda, ve tú por unos refrescos...
Antes de bajar, Axel me dio un sobre que había hallado entre tantas otras cosas y que estaba dirigido a mí con expresa confidencialidad.
Contenía una carta. De puño y letra mamá había escrito:
“Querida hija: Gracias por quererme, gracias por recordarme y más gracias por respetarme. Hay cosas que no deben salir de donde están, ni tampoco deben ser expuestas. El corazón de una mujer merece cierta privacidad, tanto como un manto de piedad reclama la conciencia. No obstante, debes saber que todos los cajones de la casa, excepto uno, están vacíos a la vista... pero llenos de recuerdos. En algunos, guardé por años el testimonio de un amor cuyas palabras se quemaron con el último ardor de mi tozudo corazón. En otros, atesoré mis ilusiones de amor prometido y silenciado. Cierra pues la puerta y mira hacia adelante. Debes saber que, a pesar de todo, de a ratos, he sido inmensamente feliz y que ahora, como la bailarina de corazón de porcelana y pollerita de micro-tul, he de dormir en paz, cuando tú apagues la luz y yo ya no escuche el rumor de la cajita...”
-         Hermanita... podrías bajar a ayudarme, hay otro cajón trabado en el modular del living, ¿crees que debamos llamar a alguien que pueda resolverlo? –gritó Axel desde la planta baja.
Yo sólo respondí: No lo abras. ¿Qué más podía decir? 

Ricardo Tejerina / 2009

 

martes, 25 de enero de 2011

LA FUENTE DE LOS MILAGROS


Milo Manara

Yo tenía veintinueve años. Era el mes de junio, justo el día del comienzo del verano europeo. De nuevo Roma era mi lugar. Diferentes ocupaciones y negocios me llevaban, irremediablemente, a la capital peninsular.
Eran momentos de confusión para mí, siempre fui afortunado en el juego de los negocios, pero en el amor, mil y una equivocaciones y dolores aquí y allá. Alguna vez le dije a alguien a quien la vida me trajo que había arruinado excelentes amistades por convertir amigas entrañables en parejas o esposas. Es curioso tener esta visión antes de los treinta años... ¡Pero la tenía y ya!
Caminando por las calles romanas sin rumbo fijo, me encontré de pronto en la "tre vie", la intersección de tres calles en cuyo final resalta, esplendorosa, la Fontana di Trevi. La mágica fuente de la Dolce vita, aquélla en que los visitantes dejan sus monedas y sus ilusiones. ¿Por qué no? –me dije.
Según la tradición, una moneda arrojada asegura volver a Roma, dos casarse con una romana y la tercera, que la boda tenga lugar en "Bella Roma", siempre y cuando sean arrojadas con la mano derecha, de espaldas y por sobre el hombro izquierdo... Busqué en mi bolsillo, me di vuelta y una a una lancé las monedas con el secreto deseo de ver hechas realidad cada una de mis ilusiones, las que, de súbito, viajaban por el aire en tres pequeños bronces.
Una joven que no tendría más de quince años, me miraba sin decir palabra. Yo no lo sabía, ella también tenía deseos que pedir aunque no monedas. La última de las mías, por azar o por destino, golpeó un borde de la encantada fontana y cayó a un lado, ni cuenta me había dado. La joven, tímida de rubores  pero decidida de acciones, la tomó, y de espaldas la arrojó a la fuente.
Diez años pasaron desde aquella vez. Hoy, voy camino a los cuarenta y estoy otra vez frente a la Fontana di Trevi... casi llorando, casi sin consuelo, diez años y nada, salvo volver a Roma.
Es veintiuno de junio, el día en que empieza el verano en Europa, pero es invierno en mi corazón argentino... –pensé.
Traía conmigo un viejo papelito de color, de esos que te daban los organilleros con tu suerte en el Caminito de La Boca. Me decía que encontraría el amor verdadero... Ni la fontana de los milagros me lo había concedido.
Como deslizándose, no pude advertirla, una joven hermosa de unos veinticinco años se acercó y me dijo:
 -Tu deseo se ha cumplido... porque el mío se ha cumplido.
            No comprendí, mi cara era de desconcierto. Y continuó:
- Yo pedí hace diez años, con una moneda tuya, volver a verte aquí cuando estuviera lista para ti.
Entonces, sentí una profunda emoción y sólo atiné a tomar su mano, para luego, muy tímidamente, besar sus labios. De pronto, sonaron campanas...
- ¿Son las de la iglesia o las del amor? –pregunté alborotado.
-¡Qué más da! –respondió–. ¡Lo importante es que las estamos escuchando los dos!
            Y mirándome a los ojos, sonrió.

Ricardo Tejerina / 2009

lunes, 24 de enero de 2011

LA DIABLA

Salvador Dalí


La Diabla

Cuando despertó sintió en lo más hondo de su pecho un dolor y una verdad. Había empezado a transcurrir el último día de su vida. Las horas, los minutos, los segundos, cobraron de pronto inusitado valor.
Una lágrima se desprendió y se le deslizó por la mejilla. La secó rápidamente, no podía llorar ahora, tenía cosas que realizar, no podía perder el tiempo en sensiblerías, aunque esa lágrima fuera por él mismo y por la finitud inminente.
Se pasó las manos por la cara al tiempo que se sentaba en la cama, se quedó un rato así y trató de juntar fuerzas para encarar lo que debía. Es dura la tristeza cuando inunda, pues se derrama cual catarata opresiva que anuda la garganta y narcotiza los sentidos.
Pensó por qué habría de sucederle eso justo ahora. Ahora que era feliz, ahora que tenía todo lo que deseaba, ahora que estaba lúcido a pleno, que el éxito era su amigo, que sentía la vitalidad fluyendo por sus venas y que el amor se le había revelado con las formas de una mujer inquietante y estupenda; aunque su ahora era relativo, pues en verdad, su tiempo se medía en eternidades.
A pesar de estar atribulado, confundido y hasta absorto, era valiente y digno, incapaz de caer en la miserabilidad o la cobardía, por ello decidió enfrentarse cara a cara con su destino. Tomó una rápida ducha, se vistió elegante aunque informal, e hizo un llamado por el celular. Chequeó un viejo mensaje guardado, frunció el entrecejo y bajó a la cochera. Se montó al vehículo y al rato estaba transitando la autopista urbana rumbo al Acceso Oeste.
Notó que no se había afeitado, se contrarió un poco, aunque sabía que no le quedaba mal. El vidrio de la ventanilla bajo permitió que el viento lo despeinase, lucía un tanto desprolijo, pero conservaba su donaire. Como habitualmente, protegió sus ojos con lentes oscuros. No escuchó música ni las noticias por la radio... no parecía preocupado por lo que pasaba a su alrededor, sólo quería llegar antes del mediodía. Un par de veces miró el display del celular para ver si tenía llamadas, no había.
Divisó el lugar desde lejos, enfiló hacia la bajada correspondiente y se dirigió de manera segura, con cierta familiaridad incluso. El sol caía como espada resplandeciente sobre el asfalto y hacía arder el aire. Guió el auto hasta el estacionamiento y lo aparcó junto a otro de la misma marca y modelo, pero rojo, el de él era celeste.
      De inmediato, una mujer alta, en extremo elegante y sensual, bajó del vehículo que estaba ya esperando. Vestía un entalladísimo prêt-á-porter, sus zapatos eran brillantes y desplegaban ciertos destellos. Su cabello, largo y finísimo, le ocultaba el rostro al caer con cierta indecencia. Él también bajó. Le echó una fugaz mirada por encima de los lentes y le dijo:
-         Hoy será, por favor no flaquees ahora, yo estaré bien sí y sólo sí sé que vos seguirás adelante.
      La mujer trastabilló, pero mantuvo su delicada elegancia, suspiró y endureció la mirada. Aunque vaciló, no se inmutó. Resignada por dentro, aceptó la mano tendida y se dejó llevar.
      Sin darle oportunidad él la abrazó y la besó en la boca con fuerza y decisión. Ella se dejó invadir, se contrajo primero, para luego avanzar y ceder a un desenfreno que se ataviaba de último. Fue ésa, una escena imponente al influjo de una temperatura que envidiaría el mismo Infierno...
-         Si voy a morir, quiero que sea contigo, ¿sí? Tengo tres o cuatro temas que resolver, todos esperarán a que te ame una vez más, y si no, quedarán así, no obstante, tú puedes atenderlos, sabes de lo que te hablo, no he tenido secretos contigo. ¿Lo harás? –le dijo él, manteniéndola tomada de la cintura y mirándola a los ojos fijamente.
      Juntos caminaron hacia un apartamento del complejo en el cual se encontraron. Ella, no pudo aguantar lo que sentía, las sensaciones se le atoraban, la exigían y no las podía contener, por ello, deteniéndose una vez más, y casi susurrando suplicó:
-         ¿Por qué? No debe ser así, no puede ser así. No resistiré. No puedo soportar la idea de que no estés, me niego a ser parte de todo esto si va a concluir con tu muerte. No entiendo por qué debieras cumplir con algo que te arrebatará la vida. Huyamos, vayámonos lejos, a Grecia, o aun más, a Egipto, a la India, al Tíbet si fuera posible, pero no cumplas, por favor, con este destino.
Él la miró con piedad. Sabía en lo más profundo de su ser que esa mujer lo amaba con la fuerza de las tormentas tropicales, mas sabía también que no podía rehuir de esta encrucijada, aunque de algún modo lo deseaba, no podía, no soportaría las consecuencias.
            Ya dentro del apartamento se distendieron un poco. Sabían que estaban a salvo allí, que nada habría de suceder estando juntos. Mientras tanto, la aguja del reloj implacable no dejaba de girar y ellos, desentendidos de todo, se amaron esta última vez como si fuera la primera. Lo hicieron por horas.
      Aún estaban en la cama, entrelazados por las sábanas y confundidos los cuerpos en un abrazo cuando él, sin titubear, le dijo:
-         Ya es hora, debes irte, no puedes quedarte aquí.
La mujer respondió:
-         No lo haré, si me amas en verdad, te quedarás conmigo, no puedes dejarme, no lo permitiré. No dejaré que cumplas ese famoso pacto del que tantas veces me has hablado. No me importa nada no cumplir, no quiero perder más, me cansé de perder. ¿Qué demonios –perdón–  te pasa? ¡Nos vamos juntos y listo!
-         No debieras hablar así, y no debieras nombrarlo… –contestó el hombre y prontamente la acarició con sincero amor–. Con su mano le cubrió la boca invitándola a callar, mientras su cabeza giraba hacia los lados en forma de negación.
-         Sabes que es imposible. Si hasta aquí llegamos no podemos regresar. Ya es tarde. Ya todo será como deba ser.
-         Me dijiste que de morir lo harías conmigo, bueno, cumple entonces –sostuvo ella.
-         Quizás me equivoqué. Tal vez debí decir que de morir lo haría por ti –replicó él.
      La mujer quedó aturdida por esa respuesta, quizás empezó a comprender lo que pasaba. Él le acercó su celular, le mostró el viejo mensaje guardado, ella se horrorizó y lo arrojó contra la pared. Él, entonces dijo:
-         Por más que queramos destruirlo no podemos. Es simple, o tú, o yo. Una u otro. No es ésta, justicia de los hombres, amor, es justicia divina, más bien infernal, lo sabes bien… Es imposible escapar de ella, nos excede, por más que tú seas la más diabla de las mujeres y yo el ángel amado de los ojos de mi padre. Alguien viene por nosotros, nada lo detendrá, su casilla 666, me ha hecho presente la condena. No lo hagas más difícil, hemos estado juntos una eternidad, ahora enfrentemos las consecuencias. No se lo engaña a Él sin que, a su tiempo, pase su atroz factura.
      El auto rojo arrancó con violencia y veloz se perdió en el camino. En su lugar un carro negro y brillante se detuvo. La noche auguraba un fatal desenlace, es seguro que nada sería igual al día siguiente. La figura espigada de un hombre mayor se dibujó en la oscuridad. Vestía de negro perfecto. Con paso decidido se dirigió a la entrada. No necesitó golpear, la puerta estaba abierta, se lo estaba esperando.
-         He venido por ti, te excediste de nuevo, como cuando más joven… No debiste hacerlo, lo sabías, te lo he advertido –dijo el hombre de negro dirigiéndose al que dentro lo aguardaba.
-         Lo sé, lo supe siempre, no pude evitarlo, no quise evitarlo. No te temo ahora, ya no; porque la amo, y no me hubiera privado de amarla, por más que ella fuera la diab... en fin, la debilidad del mismo Averno – respondió él.
-         Debiste alejarte mientras tuviste tiempo. Podría haberlo tomado como un desliz, una nimiedad. Un poco de sexo terrenal no me hubiera importado, pero, te empecinaste en amarla, me ofendiste de manera irreparable.
-         En verdad que lo siento, no fue en tu contra, lo sabes, pero no pude dejar de amarla ni un solo momento, lo hago ahora mismo aún, en este instante, más que nunca, más que siempre... Tengo llagas en la piel, míralas, de tanto amor, de tanta pasión, de tanto deseo... La amo hasta que duele, a morir.
-         ¡Basta! ¿No te das cuenta de que yo también la amo?
-         Sí, lo sé. Te pediría perdón si tuvieras la capacidad de perdonar, pero sé que no puedes, no te ha sido dada, o la has perdido, da igual. De todos modos, sí, la amo y más, y aunque me arranques la vida en este instante lo sostendré hasta con el último aliento y moriré con su sabor en la boca.
Luego de unos minutos, ganados por mortal silencio, el imponente auto negro se subió a la carretera a gran velocidad. El celeste quedó allí estacionado, inmóvil y a la intemperie.
      A la mañana siguiente, un mensaje de texto llegó al celular de ella, decía simplemente: “Estoy”. La mujer no daba cuenta de lo que estaba leyendo. Sin demora lo llamó, él la atendió presuroso.
-         Amor, por Dios –perdón–, ¿estás bien? –preguntó ella.
-         Sí, creo que sí… y tú no puedes con tu genio… –respondió él.
-         ¿Qué pasó? Pensé lo peor...
-         Tranquila, no pasó nada. ¡No lo hizo y ya!
-         ¿Por qué?
-         Porque te ama, a su manera oscura, pero te ama...
-         ¿Y entonces?
      Y el hombre se quedó un par de segundos pensando, y luego, con su voz más dulce, angelical y encantada le dijo:
-         Se dio cuenta de que estaremos siempre juntos, en esta vida o en la otra. El amor es más fuerte... princesa. Sabes dónde estoy... ¿Vienes? –y sin decir más, cortó.

Ricardo Tejerina / 2009