domingo, 18 de mayo de 2014

TRIBUTO AL GABO: 87 AÑOS DE VIDA Y CIEN AÑOS DE SOLEDAD


El pasado 17 de abril murió en la ciudad de México a los 87 años el escritor y periodista colombiano, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1982, Gabriel García Márquez. El Ojo Críptico le dedica completamente esta entrega al prolífico autor de El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba y Memoria de mis putas tristes, entre otras.
Escribo este artículo un día después de la partida a la eternidad de Gabriel García Márquez. Nunca, en la relativamente extensa trayectoria de esta columna cultural, le había dedicado una atención directa y personalísima. Si bien rozamos su talento e imprescindible literatura de muchos modos, por razones que ahora me reprocho, no había ahondado en las profundas y mágicas aguas literarias del Gabo de Aracataca. Y, como no hay tiento que no se corte y deuda que no se pague, sea ésta, entonces, la oportunidad del injustamente postergado y tan merecido tributo.
Pero, no haré una crónica de sus logros, ni de sus frases más célebres, ni un decálogo de sus novelas. De ese tipo de recordaciones hay disponibles un sinnúmero, y de seguro realizadas con más virtud y mérito que la que puede ofrecer quien suscribe.  Abordaré al escritor colombiano, integrante del cuarteto de los latinoamericanos más grandes, junto a Borges, Neruda y Vargas Llosa, con una semblanza desde lo más íntimo de mi ser. Les contaré cómo descubrí a GGM y les mostraré de qué manera ha influido en la torpe literatura que este autor produce, pero que se redime ya no a través de lo que escribe, sino por lo mucho y maravilloso que ha leído de estos faros luminosos.
Mi primer contacto con el autor de Cien años de soledad fue a causa de Relato de un náufrago. Eran tiempos juveniles para mí, previos incluso a la formación en la disciplina cultural y artística. Tampoco reparaba mucho en los autores. De hecho consumí la crónica del infortunio del ARC Caldas y del sobreviviente sin reparar nunca que estaba leyendo al gran Gabriel García Márquez. Para muchos, este relato (que originalmente se publicó por entregas en el periódico “El Espectador” de Bogotá, en 1955), no integra lo mejor del autor… pero a mí me resultó fascinante.
Algunos años después, llego a mí casi por casualidad otro texto del colombiano, un cuento: “Sólo vine a hablar por teléfono”. Y este relato sí que resulto inspirador. Los grandes escritores marcan el camino que los más humildes y menos virtuosos seguimos con dificultad. A medida que leía esa maravillosa pieza que bien ganado tiene su lugar entre los mejores cuentos de toda la historia del género en lengua española, junto a los de Borges, Walsh, Lugones y por qué no los de Horacio Quiroga, sentía la imperiosa necesidad de escribir mi propio cuento con esa impronta.
Así lo hice. Escribí “Locura”, mi primer cuento capitulado, el que bastante tiempo después sería publicado en Conversaciones con el amor y otros relatos con ese título, y que luego cambiaría su denominación por “7 CRÓNICAS SIN TI y el Octavo Pecado Capital”. En ese cuento siempre traté de seguir la pista de García Márquez. Claro está que perseguir la huella del creador insigne no es copiar. Eso lo hace el todavía menos diestro y sin mayor dificultad. El desafío es apropiarse de un narrador y resignificarlo con lo propio, con virtudes y defectos, excesos y carencias, luces y sombras.
Dicho esto, comparto con todos ustedes ese modesto cuento, como tributo a la memoria del maestro y en palabras que confiesan la poca destreza del discípulo.

7 CRÓNICAS SIN TI y el Octavo Pecado Capital

“Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos,
le arreglaba la almohada para que respirara mejor,
la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría
y una dulzura que ella no había soñado jamás”.
“Sólo vine a hablar por teléfono”,  Gabriel García Márquez

Crónica Primera: Tú.
-          ¡Pero, no estoy loca! –gritó.
Al jalar con fuerza inusitada, desgarró la bata que la cubría y dejó expuestos sus senos. El imponente celador la cubrió con llamativa familiaridad, no asombrándose de su parcial desnudez. La envolvió con una mantilla vieja y gastada que acomodó por encima de sus hombros. Al hacerlo, no dejó de rozarla e invadirle furtivamente el pubis con su mano tosca y desangelada. Ella intentó separarse, pero su resistencia fue insuficiente ante la vulgar acometida.
Crónica Segunda: Él.
-                      Hola preciosa, ¿no estás en casa? Debo decirte algo, sé que no es el momento, nunca lo es, pero debo viajar al exterior en una semana, me salió la posibilidad de una pasantía como economista junior en una consultora londinense y acepté. Son seis meses, si satisfago las expectativas quizás me quede más tiempo. Te amo, pero es una oportunidad que no puedo desdeñar... Espero que me entiendas, tus besos fueron exquisitos y tu piel, mágica, grandiosa, de seguro la extrañaré, pero tú no vas a seguirme y yo no puedo detenerme, así que... ¿Dios dirá no? Te llamo en cuanto pueda. Au revoir... –y el contestador telefónico grabó con mecánica fidelidad el mensaje, como de costumbre.

Crónica Tercera: Yo.
En verdad era una hermosa mujer, en realidad lo había sido antes, con seguridad, pues ahora presentaba gran parte de su rostro con lacerantes e inocultables huellas de quemaduras importantes.
¿Cómo es que estaba aquí? Es posible que sufriera algún desorden, alguna crisis emocional, tal vez algo más complejo, un trastorno más amplio podría ser, pero... ¿quién no? No me parecía que fuera una paciente típica. No presentaba las características de una psicótica, no tenía –a mi entender– rasgos esquizofrénicos, ni paranoia, menos aún estaba catatónica. A lo sumo, una aflicción honda, perturbadora, producto de un gran dolor. Esos casos, en los que la pena se ensañaba en lo recóndito eran, podría decirse, mi especialidad. Más allá de la ciencia incluso, pues confiaba en la sensibilidad, en lo subjetivo y en lo propiciatorio.
Sentía que debía ayudarla, pero en verdad, hasta aquel día en que ocurrió, no me había acercado a ella, por lo menos no lo suficiente. Tampoco había coincidido en consulta de guardia y como yo no estaba al frente del pabellón, y hacía mucho tiempo que no prestaba servicios en él, mi contacto era prácticamente nulo con las pacientes psiquiátricas permanentes; pero ya había despertado mi interés, o más que eso incluso.
Tenía una digna experiencia, llevaba varios años de recibido, mi tesis de grado consistió en un trabajo acerca del impacto emocional que produce una crisis afectiva, las consecuencias psicológicas que derivan de la frustración y la relación que existe entre el abandono efectivo y el comportamiento sexual dentro de los establecimientos estatales de salud mental en países en vías de desarrollo.
El jefe del departamento de psiquiatría era un hombre honrado, pero muy lábil para manejar la disciplina. Le pedí ver la ficha de aquella mujer. No puso objeciones ni reparos, pero me dijo:
-          ¿Y qué quieres tú con ella? Sé que es la golfa de los celadores, no sabes la lástima que me da, tiene la edad de mi hija y de seguro habrá sido tan bonita, pero... ¿Qué puedo hacer yo? Si se la van a pasar igual, por más que la encierre en clausura. Es un demonio sexual la loquita. He pensado en darle traslado, pero, en definitiva, sería ir de mal en peor para ella; acá la acosan un poco, la manosean, pero no le pegan ni la maltratan al menos. Son unos bastardos estos celadores, pero esto es así nene...
Quedé bastante atribulado con ese comentario, me pareció inaceptable que él, un médico y profesor, permitiese que estas cosas sucedieran. No obstante, pensé que mi ingenuidad sobre la bondad de la humanidad era una utopía insostenible.
Aún contrariado, le agradecí su autorización y sólo le comenté –como al pasar– que mi interés se circunscribía a lo profesional, por sí acaso.
-          Ah, una cosa más –acotó el viejo jefe–, es una suicida pertinaz, aquí llegó porque quiso matarse cortándose, quemándose e inhalando gas, todo junto... ¡Pobre piba! Cuando puedas tráeme de nuevo la carpeta. Igual, no hay apuro –y sin mayor preocupación se despidió de mí.

Crónica Cuarta: Ellos.
Llevaban juntos un año y medio. Lo había conocido en el lobby de un hotel céntrico cuando hacía relaciones públicas en un evento de una marca top de ropa interior y lencería erótica y él firmaba balances como ayudante de contador. La química fue instantánea. Claro, ella era una magnífica amante, no porque sumara hombres como etiquetas en su haber –él fue apenas el tercero– sino porque era tan pasional y entregada cuando amaba, que no concebía acostarse con nadie que no le produjese esa fantástica polisemia de sentidos, y a él lo amó.
Tal vez, ella pensó que ése (él) era su destino, el único posible. Quizás su corazón no estaba en condiciones de resistir nuevas pérdidas. Su padre la había abandonado y la madre había muerto tiempo atrás. Puede que hubiere encontrado en aquel novel contador alguien en quien confiar. De todos modos, él se fue en busca de su éxito y ella se quedó aquí, sola, olvidada y con deseos de nadie.
Cuando escuchó el mensaje grabado en el contestador y adivinó la voz que traía tan infausta sentencia echó a llorar. No sabría yo si lloraba más por él, por ella, o por ambos, pero lloró como lo hacen las que aman, con lágrimas de genuino dolor, producto del agobiante sufrimiento de las ilusiones deshechas. Llamó a su amiga y confidente y le dijo que no podría vivir sin él, que así no resistiría, que no podría despertar con esa pena artera, clavada en su pecho, en la mañana siguiente.
Y luego, atormentada y dolida, fue a la cocina y se preparó un café, como quien busca a un oscuro y tórrido compañero, capaz de compartir en silencio aquel penar irreparable. Pero estaba confusa, casi no sabía dónde se encontraba. Quiso guardar en la alacena unos vasos que, junto a otros enseres, estaban sobre la mesada. Sufrió entonces un profundo mareo, intentó asirse de algún borde, pero fue en vano. Cayó pesadamente sobre el mármol y la cocina encendida. Los vidrios cortaron su piel tan blanca y el café, a punto de hervir, quemó los sueños, las quimeras y su rostro de manera irremediable.
Al cabo, la hornalla se apagó y el gas infame inundó el ambiente sin ningún remordimiento.
Crónica Quinta: Tú y algo de mí.
-          No estoy loca, no quise suicidarme, no me agrada que me violen estos simios hijos de la chingada –y señaló a los celadores que estaban detrás de la puerta–. Me quiero ir de aquí. Pero, ¿quién le hace caso a alguien que está con esta bata de mala muerte, casi desnuda, descalza, destrozada anímica y físicamente y con estas malditas marcas que tengo en la cara y en los brazos? –dijo, con voz inquebrantable, aunque un tanto apagada por los psicotrópicos.
-          Tal vez yo... –respondí.
-          ¿Y quién demonios eres tú? Un súper héroe afeminado... digo, porque hasta ahora no me metiste mano, ni me quisiste desnudar, ni nada. Es posible que seas homosexual y tal vez por ello me parezcas más educado –resopló.
-          Sólo tengo interés en ayudarte. Advertí que algo pasa contigo. En verdad te creo, porque sé que no estás loca. Para decirlo más apropiadamente, no tienes disfunciones mentales que te impidan reconocer la realidad, el tiempo y el espacio, ni representas un peligro para los demás ni para ti misma. Pero, sé bien que con el tiempo, aquí, eso irá de mal en peor y terminarás en igual o peor estado que muchas de tus compañeras...
-          ¿Y qué tengo que hacer para que me saquen de aquí? Estoy cansada, ¿sabes? No hay justicia para la loca, ¿te das cuenta? Entrar aquí es un viaje de ida, un pasaporte a la enajenación y a la degradación. ¡Resulta que te clavan un estigma y nadie te salva! ¡Nadie te cree nada! Te oyen y no te escuchan. Sólo creen en estos médicos burócratas que no hacen nada por los enfermos, salvo hacerlos pudrir en un mundo de soledad, carencias de todo tipo y promiscuidad. Lo más curioso es que tus amigos, tu familia, tus allegados, le hacen caso a estos tipos... Les dije mil veces que se cansaron de violarme. Creen que son inventos míos... ya ni fuerza tengo para resistirme, ni para hablar... Estaba mal, al borde del abismo, pero acá estoy en el fondo. ¿Entiendes?

Crónica Sexta: Yo, de nuevo.
Yo había escrito en mi tesis: “(...) que las cuestiones afectivas pueden producir desórdenes temporarios del comportamiento emocional, llegando incluso a tener manifestaciones similares a patologías más graves, las que, basadas en un mal diagnóstico, pueden verse acrecentadas mediante la acción que producen los psicofármacos de corriente prescripción, juntamente con la desconexión espacio temporal que produce el encierro... Todo esto, podría configurar un cuadro psicológico inextricable para un profesional ajeno a la historia vivencial del paciente en cuestión...”.
Desde luego que si a ello le sumamos el trato y el destrato que reciben estas pobres almas en algunos lugares que funcionan como depósitos de personas y el sometimiento carnal so pretexto de peores pesadillas, junto a la certeza asumida en torno a lo irreversible de su condición, el resultado no puede ser sino: la más atroz y brutal locura, cuando no el suicidio, una y otro inducidos por un sistema criminal, perverso y decididamente infrahumano.

Última Crónica: El final de los dos.
Con el tiempo conseguí hacer los arreglos pertinentes y cumplir con todas las formalidades para que ella pudiese recuperar su vida. Hoy día nos comunicamos de vez en cuando y de tal manera me cercioro de que está bien y me agrada que así sea.
Me satisface haberla ayudado, aunque, creo en verdad que: a pesar de que se me considera como un hombre que se jugó por una causa, que peleó contra el sistema y que cambió, en alguna medida, el paradigma del tratamiento psiquiátrico en el país, no tuve en realidad el valor necesario para amarla.
Es cierto que sabía demasiado acerca de ella y que siempre asumí que no se es feliz, sino a costa de algunas (todas las necesarias) ignorancias –en franca contradicción con mi formación profesional–.
No obstante, ahora me doy cuenta de que no hay vestigio de valentía en mí, tampoco de cordura, pues me siento misérrimo y del todo vulnerable.
Renunciar a su amor ha sido una locura, de ésas que están exentas de tratamientos pero condenadas desde el vamos, sin la más mínima posibilidad de redención. O, más aun, diría que fue un pecado, tal vez el octavo capital. Por ello, como bien suponen, yo no tengo quien me salve.

Hasta la próxima mirada.
El Ojo Críptico