martes, 30 de noviembre de 2010

EL UNO Y EL OTRO

Ernest Descals

La hambruna de posguerra era cruel en la doliente Europa. Subirse al barco implicaba una quimera. Bajarse de él, en los arrabales del suelo americano, una aventura. Tal vez la última oportunidad, o quizás, la nada.
La brisa marina ahuyentaba el olor a muerte y lo trocaba en un aroma fresco y salado, favorable al olvido. La ausencia de costa denunciaba la soledad y la orfandad sobre cubierta, con la pesada nave rumbo a mar abierto y quimérico destino.
            Él, acodado en la barandilla, interpelaba al horizonte que nada respondía, imperturbable. De un bolsillo de su saco sobresalía, apenas, una sacra Biblia deteriorada, mientras que en el otro viajaban cual polizones, páginas ominosas teñidas con roja sangre derramada. Una lágrima imprevista cayó al mar con la ingenua pretensión de desbordarlo.
            Karol, obstinó su corazón y el oleaje pareció borrarse de súbito de aquellos ojos tan celestes. Pensó en su padre Grzegorz y en su madre Gerda, sepultados ambos por el manto de la madrugada triste, en tierra baldía e irredenta.
            Las manos, fuertes y viriles, denunciaron crispación. La destrucción de la añosa abadía pueblerina le dolía adentro. El fuego –que ardió como mil fuegos– había amenazado también con quemarle la piedad. Sin embargo, la mirada inanimada del último de los jóvenes fanatizados por el régimen, todavía laceraba su espíritu perplejo. Lo había tenido convulso entre sus brazos, luego de que la balacera lo alcanzara inapelable. Del interior de su chaqueta desgarrada había tomado una edición económica de Mein kampf[1]que databa de 1930.
            Las  penosas noches en el gueto polaco –junto a los hijos de David– formaban parte del pasado. Ahora, viajaba sin equipaje a la América ultrajada bajo el filo de la espada y la indulgencia de la cruz, en tiempos de la conquista.
            Cinco siglos de despojos, matanzas y guerras fratricidas se unían en su viaje personal como buscando en él a un cordero de expiación. Tal vez por ello el dolor le resultaba tan extremo a medida que el puerto se acercaba.
            En lo que otrora fuera el Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires fue recibido sin boatos, de un modo austero y tal vez  desangelado, tanto como lo había sido el lento descenso de almas de aquel vapor europeo. 
            Al presentarle sus documentos al hombre que asentaba celosamente los datos de los viajeros, éste se plantó de golpe. Levantó su vista cansada y le preguntó qué traía entre las ropas, además de la pobreza, confesada en silencio por los puños raídos y la ausencia de maletas.
            Karol comprendió sin dificultad, pero vaciló por un momento. Luego, sus manos buscaron en cada uno de los bolsillos del saco. Al retirarlas, le mostró al dependiente estatal la contratapa de dos libros.
            El escribiente trató de identificarlos, mas su intento resultó del todo vano; los libros por su reverso suelen ser parecidos y a veces hasta iguales, tal como sucede con los hombres por la espalda o las barajas por el lomo.
Al advertir el desconcierto de su interlocutor, Karol los giró y en prolijo español –aunque con marcado acento– dijo escueto:
-          Tú eliges.
Por detrás del empleado de Migraciones una dama lúcida irrumpió con intempestiva ofuscación:
-          ¿Por qué ofreces una elección entre Hitler y Jesús?
-          Porque en el nombre de uno y del otro se han matado a millones –respondió preciso el arribado, en el límite de la herejía.
-          Es curioso que tú sostengas eso, digo, siendo un cura... por lo que vemos en tus papeles –replicó la dama.
Karol sonrió y con humildad sincera acotó:
-          Aún no he sido ordenado, pero es cierto, estoy huyendo de la sombra de uno y buscando la luz del otro. Uno me recuerda el holocausto de los míos, el otro, a la masacre de los tuyos. Por uno –creo– arde el infierno, por el otro confío en el perdón de los pecados. El bien y el mal son parte de lo mismo, la elección nuestra define el porvenir. Los hombres, como los libros, no son sino lo que llevan dentro...
La mujer asintió complacida.
-          Tú... tú deberías ser Papa –pronunció.
Con algo de rubor en las mejillas, el inmigrante se acomodó las solapas, destapando así su cuello que lo confirmó religioso. Sin esperar más comentarios se hincó sobre el suelo, besó la tierra última y penitente pidió perdón por la barbarie de muchos otros.
Los años se sucedieron, él nunca se ordenó sacerdote, abandonó los hábitos y su simiente fue fecunda en aguerrido vientre criollo. Más hijos del mestizaje nacieron para soñar libres la patria grande de San Martín y de Bolívar.
Hacia el final del horror, otro, homónimo de Karol, repetiría su pionero beso de misericordia a la madre tierra, al pisar suelo argentino. Su albo atuendo lo diferenciaba de aquel digno inmigrante adolorido, pero una idéntica fe, errante y peregrina, lo acompañaba por doquier en su arduo trajinar.

Ricardo Tejerina / 2010



[1] En español Mi lucha, libro que escribiera Adolf Hitler en prisión, luego de lo que se conoce como el “Golpe de Múnich”. Representa las bases del Nacional-Socialismo alemán. 

domingo, 28 de noviembre de 2010

CONSUELO Y SOLEDAD

Pablo Picasso

OBRA FINALISTA
DEL III CONCURSO "PABLO NERUDA" DE CARTAS DE AMOR
CORIA, ESPAÑA, 2010.


 
Madrid, 14 de febrero de 2010
Querido Manuel:
            Te escribo para contarte el duro trance que atravieso. Lo hago por el correo tradicional, ya que lo encuentro más seguro…
Como tú ya sabes me debato entre dos amores, por un lado está Consuelo, guapa muchacha de formas voluptuosas y cabellos al viento, y por otro, Soledad, mujer aguda y precisa con la que una conversación es el placer más acabado.
            ¿Qué puedo hacer, mi amigo? Cuando estoy con Soledad, me encuentro sin consuelo… y cuando estoy con Consuelo, me hallo en soledad… ¿Me entiendes?
            Días pasados he escrito dos correos electrónicos. Uno a cada una de ellas, pero, por error, he confundido los envíos, razón por la cual Consuelo recibió el de Soledad y Soledad el de Consuelo.
            A Consuelo le propuse una tarde de teatro clásico y a Soledad una madrugada de juerga disparatada. Curiosamente, ambas aceptaron. Soledad me ha dicho que apreciaba que hubiera descubierto la fiera indómita que anida en lo más recóndito de ella y Consuelo se prodigó en plácemes porque yo advertí sus sensibilidades más ocultas, eclipsadas –claro está– por un cuerpo de la hostia.
            Si bien a esta altura a ti te consta que se ha tratado de una involuntaria confusión, debo confesarte que no he podido salir de ella y que he agravado sus consecuencias con flagrantes embustes que me han acorralado. Ahora, hago el amor sin consuelo y converso en soledad.
            En el límite de la razón, me encuentro atormentado. Antes veía a Soledad durante el día y a Consuelo por las noches. Por estas horas, mis días son de soledad y mis noches sin consuelo. He pensado en concurrir al psicólogo para que alivie mis penurias, pero temo que al hablarle de Soledad ya no tenga consuelo y que al referirme a Consuelo me inunde la soledad.
            Adivino, querido amigo, que has de estar un poco sorprendido, piensa entonces, cómo he de estarlo yo. Hoy mismo, día de San Valentín, pondré punto final a mi relación con Soledad y también a la que me une con Consuelo. A Consuelo le diré que necesito un poco de soledad y a Soledad que procuro algo de consuelo.
            Si por alguna casualidad, no pudiera tener éxito, te pido un solo favor, llama por teléfono a ambas y diles que las amo con amor enamorado, de ese modo combatiré la soledad de Consuelo y llevaré consuelo a Soledad.
            Un fuerte abrazo.
Rafael, solo y desconsolado.   
PD: En adelante, ya no escribiré correos electrónicos, me he dado cuenta de que mis problemas no son en verdad de amores, sino a causa de Internet.
             
 Ricardo Tejerina / 2010

sábado, 27 de noviembre de 2010

CABARET VOLTAIRE

El Cabaret Voltaire (1)
Siento mis huesos frágiles, consumidos por dentro. Me asusta saber que están quebradizos y exánimes, apenas con la resistencia porosa del poliestireno expandido. Estoy muy débil. Me encuentro aturdido, a veces repito monosílabos espasmódicamente. De vez en cuando alguna articulación fonética se parece a una palabra. No llego a contener la saliva dentro de mi boca. Hilos viscosos se deslizan por las comisuras de mis labios. No tengo fuerza, estoy postrado.
Alguien, no sé quién, me habla. Creo que intenta recitarme un poema o, mejor aun, cantarme una canción dadá. No creo que sepa que puedo escucharla, igual lo hace. Me hace bien que lo siga intentando en la más absoluta ignorancia, tal vez aferrada a una esperanza última y vana. Me hace sentir querido. No tengo idea de quién pueda ser. Me refiero a mí.
No obstante, me parece recordar que estaba en una representación, vestido para la ocasión y presto a hacer mi número. Puede que alguien se haya violentado y que arrojara una botella que, artera, fue a dar de lleno y violentamente en mi parietal izquierdo. Si tan sólo la hubiera visto venir, la hubiera esquivado. Me lo merezco por ser tan lento de reflejos. Yo también solía tener buena puntería. Ya no me duele la cabeza, pero adivino que las consecuencias se han tornado irreversibles. Sin embargo, por momentos, acuso alguna leve mejoría. Como ahora. Puedo observarme en la fría cama de terapia intensiva moviendo un brazo o un pie, sin que parezca una involuntaria contracción. Me veo demacrado y ojeroso. También estoy muy delgado. Debe ser porque hace meses que no ingiero nada por boca. Suelen alimentarme por sonda nasogástrica.
Creo que voy a morir. Puede que éste, sea un buen momento para hacerlo. Me voy, dejo mi cuerpo atrás. En verdad, ya me resultaba muy pesado a pesar de su extrema delgadez. He sufrido mucho, ya fue suficiente. Voy hacia una luz que me convoca. Aunque no confío en ella, no me resisto, tampoco me apuro. Sin voluntad me dejo ir, voy.
No sé cómo será lo que viene, tan sólo espero que se parezca al Cabaret Voltaire.
Ricardo Tejerina / 2010

[1] El Cabaret Voltaire está emplazado en la ciudad suiza de Zúrich. Fue fundado en 1916 por el poeta alemán Hugo Ball y en él tuvieron lugar las singulares y caóticas veladas dadaístas con la participación de su mentor, el escritor rumano Tristán Tzara, y los demás artistas dadá. Atento su mal estado de conservación, fue tomado en 2002 por un grupo neodadaísta. Actualmente, fue reconvertido en museo.







viernes, 26 de noviembre de 2010

ARTE Y CRÍTICA: LÓGICA CIRCULAR

Jean-Baptiste Greuze
La crítica de arte surge en el siglo XVIII como expresión de juicio y censura en el marco del incipiente mundo burgués y relacionada de modo directo con la ilustración y los pensadores racionalistas. No obstante, en los comienzos, fue considerada un género menor, más afín al periodismo iniciático que a la verdadera erudición.
Será con Denis Diderot, el gran ilustrado y enciclopedista francés, que la crítica será abordada con el rigor propio del docto y la puntillosidad académica. Prueba de ello darán sus informes de los salones, pero la poética de tan singular personalidad es algo que le pertenece sólo a él y no, necesariamente, al género que nos ocupa. La crítica que efectuara en 1765 respecto de una pintura de Greuze que representaba a una muchacha llorando a su pájaro muerto, es, sin lugar a dudas, la más perfecta continuidad de la reflexión de la obra que pueda lograrse a través de la crítica.
Paralelamente, cabe señalar que el arte autónomo ya se abría paso en la esfera privada del mundo que devendría burgués y resultaba claro cuestionamiento al poder absolutista. Ése, era el ámbito de los mentados salones y de las logias, lugares donde el arte se permitía –merced a su autonomía y vocación alegórica–  el enjuiciamiento y la crítica del poder monárquico y del estado absoluto, antecedente de su universo en ciernes. Es también, al decir de Reinhart Koselleck el ámbito de la République de lettres y del docto y su público lector. O, como diría Immanuel Kant el de aquellos que a través de la ilustración han adquirido la mayoría de edad o salido de la minoridad, que no es más que ese estado oscuro y desvalido que no le permite al hombre su realización racional.
Jürgen Habermas también aborda esta idea y define el rol que cumple el crítico, posando su mirada en la necesidad de un mediador que tiene el público aficionado. De allí que sugiere que el crítico es “mandatario y pedagogo” en el ámbito que desarrolla su actividad y cometidos. No obstante, no se priva de explayarse acerca de la insinceridad que como un halo envuelve a la profesión ni de mencionar la sospecha que la actividad genera a su alrededor.
Una sucinta cronología de la crítica podría enunciarse pues con Diderot en el siglo XVIII, Baudelaire y los románticos alemanes en el XIX y Adorno en el más próximo siglo XX. Desde luego que esta híper reducida línea de tiempo no se propone el menoscabo de los historiadores del arte devenidos en críticos o conspicuos continuadores de la disciplina como: Wölfflin, o los escritores/as como Virginia Woolf en una Gran Bretaña de tardías vanguardias o los más actuales y cercanos como Clement Greenberg. Todo lo contrario, es sólo una módica sucesión de referencias mínimas, pero, al mismo tiempo, del todo insoslayables.
El siglo XX, curiosamente, transitaría otra vez por la dualidad original de la crítica signada por la tensión entre la intelectualidad y el sucedáneo o mero informe poco calificado. Fluctuaría entre el kunstkritiker, formado e ilustrado y el comentarista ocasional que podría llegar, incluso, al perfecto disparate.
Claro que el siglo XX también daría paso al rompimiento que supusieron las Vanguardias, en contraste con, por ejemplo, el Neoclasicismo o el Romanticismo. O, incluso más, puesto que al decir de muchos autores con Dadá primero y con el Pop Art después, tendría lugar el “inevitable fin de la historia del arte”, aquélla que pergeñara con Le vite Giorgio Vasari, reconstruyendo para la posteridad las semblanzas de los principales artistas italianos del mundo renacentista.
Sería también el siglo XX el que llevaría a Theodor Adorno a afirmar que las obras de arte moderno son aquéllas que no quieren ser obras, o a considerar que no hay nada evidente en el arte, ni siquiera el derecho a su existencia.
De todos modos, y más allá de los considerandos aquí expuestos o deliberadamente omitidos, la crítica ha continuado su camino junto a la obra, conservando atributos que la hacen parte inherente y compositiva de la misma. Tanto es así, es decir, la ligazón existente, que también artistas y críticos han trabado vínculos más allá de la módica formalidad. Es el caso de Kahnweiler y los cubistas como Picasso, Braque o Juan Gris, dado que el público moderno también demandaba obras, artistas y mediaciones.
El largo camino recorrido desde el siglo de Federico implica para la crítica un derrotero compartido con la suerte misma del arte. Ocurre bastante razonable que en tiempos en los que el arte se ha complejizado, o ha intervenido en la vida cotidiana, o mutado del objeto al concepto y vuelto al objeto, no sin antes haber discutido desde su carencia de evidencia hasta su legitimidad o sobrevida, las reflexiones sobre el mismo se hayan tornado tan profusas como insondables.
Puede que todo ello obedezca a que aún esté transcurriendo la era de la ilustración y que no sea ésta, la nuestra, la era ilustrada; como le gustaba decir a Kant cuando se refería al siglo XVIII. Puede que el siglo XXI sea una segunda o tercera etapa de la ilustración, o una suerte de posilustración tributaria de la tecnología, pero aún así, de ningún modo la completa era ilustrada.
Todo parecería responder a procesos insertos en una lógica circular, que obligan a orbitar en torno de hallazgos y pérdidas, o costumbres y cambios, o espanto y belleza, cual si fueran partes indivisas de un mismo todo, que lanzan siempre una nueva y más punzante pregunta ante cada postrera respuesta con pretensión conclusiva.
En definitiva, en el arte y la crítica la llegada termina pareciéndose más a un punto de partida. Una paradoja bastante aceptable para una discusión que lleva más de doscientos cincuenta años empezando de nuevo, cada día.
Ricardo Tejerina / 2010