miércoles, 15 de febrero de 2012

Sección Fotografías de Autor: "MI PLAYA Y MI MAR"


Ricardo Tejerina

COMENTARIO: un hombre humilde pero amo y señor de la naturaleza. Tal vez nada más necesite, tal vez nada más desee. Con sus brazos abiertos nos invita a acompañarlo en su travesía a la inmensidad que lo envuelve. Su playa virgen y su mar caribeño le corresponden. Y está bien que así sea.

martes, 14 de febrero de 2012

@elamorenlostiemposdeltwitter



Joven apuesto, profesional, y bien educado ofrece la ternura de su alma y el amor eterno de su corazón a cualquier dama guapa que guste de involucrarse en una relación puramente virtual. En caso de incompatibilidad de caracteres la pareja sólo aceptará someterse a las reglas de Twitter, renunciando expresamente a cualquier otro fuero, para la disputa de sus diferencias.

Ricardo Tejerina / 2012

domingo, 12 de febrero de 2012

EL CASO DEL DIRECTOR DEL CEMENTERIO DE LONDRES


Caspar David Friedrich


A E.A.P.

Leyendo a Poe me enteré de que los entierros prematuros son más comunes de lo que usualmente se piensa. Esa revelación hizo que me ocupara con mayor atención del tema y, por ello, realicé algunas consultas sobre el particular. Dicha actividad en lugar de disipar mis dudas logró profundizarlas, aumentando considerablemente mis cuestionamientos e incitándome a ir por más. En tres o cuatro meses había recopilado una cantidad de evidencias y testimonios que ya bien servían para documentar una investigación irreprochable y consistente: los enterrados vivos podían contarse en –al menos– un par de decenas en los últimos dos años en la ciudad de Londres y resultaban demasiados como para atribuírselos en su totalidad a la inescrutable catalepsia.  

¿Cómo podía ser que esto no se difundiera? ¿Cómo podía ser que se silenciara una situación tan sensible que preocupa a muchas más personas de las que se animan a confesarlo?

En una entrevista que mantuve con el director del cementerio local, éste me manifestó que era prudente no hacer bulla con el tema, que la gente teme a las cuestiones relacionadas con la muerte y que la divulgación de entierros inconvenientes sólo lograría escandalizar a la sociedad sin ninguna necesidad.

En esa misma ocasión el director también me confió que él en persona presenció la exhumación de un cadáver por la presunción de que había sido enterrado vivo. No ahorró descripciones ni adjetivos mientras compartíamos unas copas; huelga decir que su relato fue escalofriante y rayano en un oblicuo gusto. Confieso que sentí que el director disfrutaba del monólogo que efectuaba, pues no escatimaba detalles morbosos y se solazaba con una mueca ruin a medida que advertía mi contrariedad y revulsión. La combinación de jactancia y sadismo fue determinante para la elaboración de mi inevitable conclusión.

La entrevista se prolongó hasta que la noche cayó sin atenuantes. El director se había quedado dormido en su sillón, aferrado a la botella que supo contener al brandy. Hurgué entonces en su vitrina, estantes y cajones. Descubrí que en la parte superior de la biblioteca, disimulado entre los libros, conservaba una suerte de recipiente químico, alargado como un tubo de ensayo, pero menos transparente y de un vidrio más duro. No tuve dudas de que en su interior contendría un veneno, o un poderoso somnífero, o tal vez una droga capaz de actuar sobre el sistema nervioso y de emular las formas naturales de la muerte. Mis sospechas se confirmaron cuando vertí una minúscula gota sobre mi lengua y de inmediato sufrí un aflojamiento que bien podría presumirse como el preámbulo de un desmayo.

Una vez recuperado, sin remordimientos introduje parte de su contenido en la botella de brandy vacía (podría decirse que apliqué una dosis), luego la rellené hasta la mitad con el licor de otra. Me retiré de la oficina del director y avisé a la vigilancia que el funcionario se había quedado dormido en su despacho. Los custodios no hicieron mucho caso de mi aviso dado que el director acostumbraba a dormir sus borracheras desplomado en su sillón.

A los pocos días me anoticiaron del deceso del director del cementerio de Londres y tiempo más tarde se corrió la voz de que su tumba estaba maldita, pues varios testigos dijeron haber escuchado ruidos sordos y gritos ahogados provenientes de la profundidad de la sepultura.

Transcurridas algunas jornadas, ante el desasosiego de los cuidadores de tumbas del cementerio, las nuevas autoridades resolvieron exhumar el cuerpo que fuera entregado a la mortaja y al gusano, para, de tal modo, aventar toda conjetura sobrenatural y recuperar la paz del camposanto. En la bitácora oficial dieron cuenta del estado en que se encontró el cadáver y también el ataúd. La crónica forense dejó entrever que podría tratarse de un nuevo y desgraciado caso de enterramiento prematuro...

                                          Ricardo Tejerina / 2012

miércoles, 8 de febrero de 2012

ENTRE LA VERDAD Y LA MILITANCIA: EL ROL DEL PERIODISMO EN LA ARGENTINA

El discurso del Rey

Cada era tiene sus palabras fetiche. En cuanto a medios de comunicación, en la era actual la palabra dominante es, justamente, hegemonía.
Por definición la hegemonía es una amalgama de la ideología y la coerción, ergo, se podría decir de manera más sencilla que es la imposición de una idea única y totalizadora.
En la actualidad argentina no hay una hegemonía mediática, sino una puja monopolística en la que los contendientes son el Estado (con la TV Pública, el Fútbol para Todos, las radios oficiales y los medios privados afines) y los grupos opuestos resumidos en Clarín, La Nación y Perfil.
Al calor de esta disputa por la formación de la opinión transcurren las controversias por Papel Prensa, la televisión por cable y el servicio de Internet en el orden económico, y la fascinación por la reescritura de la historia en la esfera política.
En medio de todo esto surge el debate profesional. Es decir: ¿cuál es el rol del periodismo en la Argentina siglo XXI, en el marco del “proyecto nacional y popular”? Así planteo la pregunta, no para deslizar una ironía, sino para contextualizar el ámbito del debate. Si hoy discutimos acerca de este tema, es porque hay un modelo político que, a fuerza de abrir las brechas, intensificó y amplió los márgenes de la polémica en torno a los medios audiovisuales y la propaganda, tanto oficial como política.
Es innegable que la mayoría de los gobiernos tienen in péctore una vocación que tiende a totalizar las parcialidades. Dicho de otro modo, resumen en su propia idea de lo que es mejor para el pueblo, la diversidad de ese mismo pueblo. Más aún si se trata de experiencias políticas que no reparan mucho en el valor institucional y que se edifican al calor de una suerte de democracia de masas, fenómeno que traducimos en populismos o neopopulismos.
Si a todo esto le adicionamos la importancia creciente que tienen las plataformas de comunicación social vía Internet a partir de la explosión de las redes sociales, los blogs y la cibermilitancia, advertiremos el grado te tensión existente entre opinión pública, ética periodística, y lisa y llanamente periodistas.
Un rápido repaso sirve para justificar con propiedad por qué sostuve que no hay una hegemonía, sino una puja monopolística. Así como el Grupo Clarín o La Nación publican editoriales y columnas de periodistas con reconocidas trayectorias, o como Perfil cuenta con la precisión argumental de Jorge Lanata (al que el paso del tiempo y la adversidad personal lo han vuelto aún más lúcido), la contrapartida está representada por 678, TVR, Duro de Domar o Bajada de Línea, éste último con el aporte de una figura de meritoria carrera profesional como lo es Víctor Hugo Morales.
Así las cosas, quien sostenga que hay una hegemonía de “Clarín y sus amigos”, no sólo falta a la verdad, sino que cae en una afirmación contaminada de parcialidad y fanatismo; y lo mismo ocurre con quien infiera que el “aparato del gobierno” supone una dictadura de prensa. Sin embargo, no es equiparable que Clarín, La Nación o Perfil publiquen a su propio costo y riesgo; a que 678 haga su estudiantina ideológica y catártica desde el canal público que pagamos todos los argentinos.
De tal modo, digo que no me preocupa la militancia periodística, por el contrario se me hace muy difícil pensar en la ausencia de ideología en los profesionales de la comunicación y, además, no encuentro nada más desabrido que el rol del presentador de noticias carente de toda opinión y subjetividad.
Más aún, tal vez uno de los modelos más encumbrados de lo que es el ejercicio de la profesión sea Rodolfo Walsh, paradigma si los hay del periodismo comprometido y militante. La diferencia entre ese hombre brillante y fiel cronista de su realidad contemporánea, con muchas de las réplicas mercantilizadas y menos virtuosas de los tiempos actuales, está dada en que en la época de Walsh “el que daba testimonio en momentos difíciles” pagaba con la vida en lugar de cobrar pingües contratos de la vaca lechera estatal.
En síntesis, estamos viviendo el tiempo de la partidización de la opinión pública a partir de la proliferación de “relatos y dialécticas”. En ambas márgenes, los formadores de opinión elaboran sus argumentos de acuerdo a la visión en la que depositan su fe y sus dineros, y que luego ofrecen en distintos formatos al conjunto de la sociedad.
Quizás esto suceda porque a partir del 2001 la idea de alternancia en el ejercicio del gobierno pareció alejarse. De tal modo, la puja política recayó en la pluma y en palabra de los periodistas. Puede que para que podamos tener verdaderos medios de comunicación públicos, necesitemos, primero, recuperar la democracia de partidos políticos: lo que implica un oficialismo que gobierne, pero fundamentalmente una oposición que controle y sea alternativa.
Hasta la próxima mirada.
El Ojo Críptico

miércoles, 1 de febrero de 2012

EL MAGO ARAGONÉS



Pablo Picasso

RELATO SELECCIONADO DEL CONCURSO
"CUÉNTALE UN CUENTO A LA REPUBLICANA" - 2012.
INTEGRA EL LIBRO CONMEMORATIVO DEL CERTAMEN.

 Para leerlo desde el E-book:


La vida suele sorprendernos. Durante mi niñez –o incluso mi primera juventud– tendía a pensar que existían personas con poderes extraordinarios que los disimulaban haciéndose pasar por magos o ilusionistas. Pensaba que era una actitud apropiada, ya que, de tal modo, no escandalizaban a la sociedad y también lograban un conveniente medio de vida. Consideraba que aquellas personas especiales, además de tener poderes, eran muy inteligentes. Después de todo, no hay mejor lugar para esconder algo que ponerlo a la vista de todos.
Por mucho tiempo me dediqué a observar y a tratar de vincularme con los que yo creía falsos ilusionistas y verdaderos superhombres. Concurría a sus espectáculos, me quedaba esperándolos en la vereda de los teatros y les escribía cartas. No tuve mucho éxito, no pude pasar de algún saludo más o menos afectuoso, o una respuesta de ocasión –efectuada por un tercero– a mi casilla de correo. Sin embargo, la Providencia siempre acude en auxilio del que busca su destino. En la noche que sentí que había ido hasta el límite de mi esperanza, y mientras masticaba mi infortunio caminando por la Avenida Corrientes, sentí una voz que me solicitaba ayuda.
-                     Chaval, podrías tú ayudarme a cargar este baúl, sucede que está pesado y yo ya estoy un poco viejo –me dijo un hombre mayor vestido con un esmoquin negro arratonado, que hacía ingentes esfuerzos pero sin lograr mover aquel armatoste, que en su parte delantera tenía escrito “El Mago Aragonés” con letras ribeteadas.
Con cierto asombro miré al hombre enjuto de acento castizo, pero no le escatimé auxilio. Cuando intenté asir una de las manijas del costado noté que el baúl estaba en verdad pesado. Tal vez demasiado.
-                     ¿Lleva piedras? –le pregunté.
-                     No, sólo secretos –respondió el anciano con total franqueza y simplicidad.
De inmediato se presentó. Procedió con singular elegancia, casi como si estuviera haciéndolo sobre un escenario. Dijo llamarse Juan Francisco de Aragón y ser conocido en más de cincuenta ciudades del mundo como El Mago Aragonés. A pesar de ello su aspecto denunciaba que se había venido a menos, y que si existieron tiempos de gloria, estos estaban definitivamente idos.
-                     Por supuesto que lo sé, señor. Yo me llamo Agustín. Encantado –le dije, y le tendí la mano con algo de frialdad.
A decir verdad sentí pena por aquel hombrecito. No se parecía en lo más mínimo a todo lo que yo había imaginado. Tenía pactadas tres funciones, pero apenas alcanzó a realizar la mitad de la primera, la que fue suspendida sin más trámite por falta de público junto con la cancelación definitiva de las otras dos. Ni yo, que solía ir a esos espectáculos y que me sabía de memoria el nombre de todos los ilusionistas que habían pisado Buenos Aires, había comprado un miserable ticket para ver el ocaso del viejo mago español. Creo que fue en ese momento que mi pensamiento cambió. Asumí con gran desilusión que los magos no eran personas extraordinarias con poderes excepcionales, sino que eran hombres corrientes, desdichados y desvalidos, como lo era ese pobre anciano que apenas podía con la carga de su cruz. A fe digo que fue una experiencia tan reveladora como frustrante: sin magos, no había magia, fue la amarga conclusión.
Creo que el anciano se dio cuenta de que yo estaba más cerca de abandonarlo que de involucrarme en la empresa de mover el incómodo baúl, más aún porque no se advertía ningún vehículo que lo esperara, o alguien más que pudiera asistirlo. Perspicaz, el hombrecito se apuró a decirme:
-                     No temas, chaval, voy hasta la esquina, a la confitería La Paz.
Giré sobre mis talones y vi que, como siempre, en la esquina de Montevideo y Avenida Corrientes, se erguía con discreto señorío el tradicional reducto de intelectuales y poetas porteños.
-                     Andando, son cincuenta o sesenta metros –dije, y comencé el arrastre del baúl involucrando todas mis fuerzas.
-                     Me vuelvo a España, a Zaragoza –aseguró el anciano que poco ayudaba al traslado a pesar de empujar desde la retaguardia.
Me vuelvo a España…, había dicho el viejo. Mejor sería que primero fuera al aeropuerto, pensé. Ya en la puerta de La Paz le pregunté al anciano si vendrían por él más tarde, pues supuse que había preferido esperar en la confitería hasta que eso ocurriera. En verdad era mucho más prudente y también más apropiado, sobre todo por la incomodidad que suponía el mentado baúl.
-                     No, nadie viene por mí. Siempre viajo solo. No te preocupes Agustín, lo hago a menudo. Has sido muy amable, fue un placer conocerte. Cuando quieras ver una representación mía, sólo apersónate en la boletería y di que eres mi amigo, aquí o en cualquiera de las cincuenta ciudades donde El Mago Aragonés es conocido –dijo el viejo a modo de despedida, no sin un insoslayable patetismo.
De todos modos, debo confesar que la personalidad del anciano me había producido curiosidad. También las cosas que decía y la manera en que actuaba, que –por cierto– parecían no tener mucho sentido. Lo saludé cortésmente y me fui caminando por Montevideo hacia Lavalle. No me detuve sino hasta que llegué a la Avenida Santa Fe. Noté que había caminado sin darme cuenta, como abstraído. Sin una razón precisa, decidí regresar a la confitería La Paz; después de todo tampoco tenía una razón para caminar por Montevideo o por la Avenida Santa Fe.
Al llegar miré hacia adentro a través de los grandes ventanales en un intento por localizar al viejo. Lo descubrí acomodado en una mesa distante y solitaria. Había arrimado hasta allí a su baúl y se lo notaba ansioso. Advertí que había bebido un café y que de tanto en tanto cambiaba de posición el servilletero de cortesía, al tiempo que miraba insistentemente su reloj. Calculo que lo observé por espacio de unos veinte o veinticinco minutos antes de decidirme a ir a su encuentro.
¿Qué era lo que se proponía este hombrecito, este viejo mago en el declive inexorable de su carrera? Si apenas podía movilizarse con ese baúl seguramente repleto de trastos viejos; que había sufrido la indignidad del levantamiento intempestivo de sus funciones por la nula capacidad de convocatoria que le había quedado, y que aseguraba que volvería a Zaragoza pero nadie venía por él, ni tampoco parecía tener boletos de avión para emprender el regreso. Sólo mataba el tiempo acodado en una discreta mesa de la confitería La Paz, durante la serena noche de Buenos Aires.
Cuando ya no aguanté más, entré y fui hasta su mesa.
-                     ¿Todavía acá? Perdóneme, no quiero que me tome por comedido, sé que no es asunto mío, pero todo esto me resulta un tanto extraño –le dije al anciano.
El hombrecito me miró con actitud piadosa. Con un ademán me invitó a sentarme frente a él. Me preguntó si quería tomar algo. Como respondí que no, apartó el pocillo que estaba sobre la mesa y se aferró al servilletero que ubicó junto al reloj de pulsera que se había quitado de su muñeca izquierda. Yo lo observaba atentamente y él se tomó todo el tiempo necesario antes de emitir una sola palabra. Luego dijo:
-                     Ya falta poco.
Yo lo miré con desconcierto y desconfianza. Sin duda alguna él lo advirtió. Caí en la cuenta que era una de sus habilidades. De inmediato se despachó con la siguiente cuestión:
-                     Agustín, no todas son realidades en un mundo de fantasía. Tú quieres saber qué sucede, ¿no es así? No es tan difícil. Pues, de hecho, he venido a responder a todas tus preguntas. La razón dicta que las cosas son de una manera. Para ello, la ciencia y los científicos tienen sus métodos, debaten acerca de las bondades del inductivismo, del método hipotético deductivo o del falsacionismo, pero ninguno puede explicar por qué nosotros estamos ahora en la confitería La Paz de Buenos Aires y en un pestañeo nos hallaremos sentados a la mejor mesa de La Republicana en Zaragoza.
Consideré que el anciano estaba valiéndose de una metáfora o de un sentido figurado, tal vez influenciado por el ambiente propio de la confitería La Paz. Siguiéndole la corriente, tímidamente atiné a decir:
-                     Y sí, hay lugares que tienen magia, aunque la magia en realidad no exista como tal…
-                     Mira Agustín, no hay que perder el tiempo explicando las cosas que no se pueden entender, ¿para qué? La mejor respuesta es… voy a usar una palabra científica pero con un sentido metafísico: hay que vivir la experiencia. ¿Sabes quiénes comprendieron todo esto? Los poetas y los escritores, por ejemplo. Ya lo sabían Cortázar, Borges y Bioy. Para ellos el tiempo y el espacio no representaban ningún problema. Cortázar conocía el portal que unía Buenos Aires con París, Borges tenía conciencia plena de que los hombres podían tener varias muertes y no sólo una, y Bioy dejó varias pistas en La invención de Morel. ¿Acaso tú no pensabas que los magos eran personas extraordinarias que escondían su don bajo el manto tolerable de la ilusión? Ven conmigo –se puso de pie y guardó su reloj en un bolsillo del saco del raído esmoquin–, acompáñame hasta la puerta que ya es hora.
Caminamos hasta la entrada principal de la confitería La Paz, el anciano empujó ambas hojas de la puerta y salió primero. Desde afuera me incentivó con un par de: ¡Anda, chaval! Apenas puse un pie en la calle no pude salir de mi asombro. Ya no estaba en la esquina de Montevideo y Avenida Corrientes en Buenos Aires, sino en la propia puerta de La Republicana en Zaragoza; en la mismísima tierra del mago aragonés. Claro que yo nunca había estado allí anteriormente, pero un imponente cartel que coronaba la típica fachada se encargaba de hacérmelo saber, de modo tal, que no me quedasen dudas.
-                     ¿Lo ves? –me dijo el anciano–. Esto es la experiencia. Tú tenías razón, Agustín.  Hay lugares que tienen magia. Pues yo te acabo de presentar a dos de ellos.
En verdad les digo que no me ha resultado sencillo asimilar semejante situación. Tanto es así que antes de convencerme efectué varios traslados espacio-temporales entre Buenos Aires y Zaragoza y viceversa. Por las noches entraba en la confitería La Paz y cuando salía lo hacía por las puertas de La Republicana.
A medida que ganaba confianza en los viajes, también lo hacía con el anciano que se convirtió en una suerte de mentor para mí. No puedo precisar el tiempo que compartimos porque no estoy muy seguro de mis referencias temporales, pero estimo que hemos estado juntos el tiempo suficiente como para que yo entendiera todo aquello que no se podía explicar.
Ahora que lo pienso, sé que he sido escogido como discípulo y también sé que nada de lo que ocurrió –antes o durante– fue una casualidad. Todo estaba relacionado: mis certezas y mis dudas, la caminata errante por la Avenida Corrientes, el viejo mago destratado, la conexión entre la confitería La Paz en Buenos Aires y La Republicana en Zaragoza, mi crecimiento interior y la confirmación de mi fe. Tampoco ha sido una casualidad aquel pesado baúl, en el que –según el anciano– sólo se guardaban secretos.
Hoy soy conocido en más de cincuenta ciudades como El Heredero del Mago Aragonés. He encontrado y utilizado al menos medio centenar de portales que se comunican entre sí y todos tienen en común una ambientación que no pasa inadvertida, como si de algún modo detuvieran el tiempo en su interior. No son necesariamente iguales, a veces ni siquiera se parecen, pero siempre hay en esas locaciones especiales algún objeto que las vincula. Todos ellos fueron dejados por el anciano y trasladados en aquel viejo baúl. Funcionan como referencias espaciales o como el Hilo de Ariadna, evitando que los viajeros e iniciados se pierdan al acometer sus extremas travesías, pues esos objetos no son propios de los lugares donde se encuentran en la actualidad, sino que son naturales de los sitios de donde fueron quitados, aunque con loable e imprescindible fin.
Por caso, si van a la confitería La Paz y escogen la mesa distante y solitaria, advertirán que el servilletero que está sobre ella es distinto a todos los demás y por cierto igual a todos los que están en La Republicana. Lo mismo ocurre con la antigua balanza Berkel que está sobre uno de los mostradores de La Republicana y es considerada un regalo de aquel viejo mago, puesto que en realidad perteneció originalmente a la confitería La Paz, y en ésta nunca determinaron cómo fue que hubo desaparecido.   
Cerca del final de sus días, pude saber por boca del mismo anciano que en la ocasión que nos conocimos él trasladaba dentro del baúl un piano de cola pequeño que había “tomado” de un café-concert de París para llevarlo a un restaurante de la Quinta Avenida de Nueva York. Como la tarea nunca se completó, seré yo el que la concluya en su honor y como tributo a su apreciada memoria.
De más está decir que fue por El Mago Aragonés que confirmé que la magia, magia es, y que los secretos pesan más allá de la conciencia.

Ricardo Tejerina / 2012