miércoles, 1 de febrero de 2012

EL MAGO ARAGONÉS



Pablo Picasso

RELATO SELECCIONADO DEL CONCURSO
"CUÉNTALE UN CUENTO A LA REPUBLICANA" - 2012.
INTEGRA EL LIBRO CONMEMORATIVO DEL CERTAMEN.

 Para leerlo desde el E-book:


La vida suele sorprendernos. Durante mi niñez –o incluso mi primera juventud– tendía a pensar que existían personas con poderes extraordinarios que los disimulaban haciéndose pasar por magos o ilusionistas. Pensaba que era una actitud apropiada, ya que, de tal modo, no escandalizaban a la sociedad y también lograban un conveniente medio de vida. Consideraba que aquellas personas especiales, además de tener poderes, eran muy inteligentes. Después de todo, no hay mejor lugar para esconder algo que ponerlo a la vista de todos.
Por mucho tiempo me dediqué a observar y a tratar de vincularme con los que yo creía falsos ilusionistas y verdaderos superhombres. Concurría a sus espectáculos, me quedaba esperándolos en la vereda de los teatros y les escribía cartas. No tuve mucho éxito, no pude pasar de algún saludo más o menos afectuoso, o una respuesta de ocasión –efectuada por un tercero– a mi casilla de correo. Sin embargo, la Providencia siempre acude en auxilio del que busca su destino. En la noche que sentí que había ido hasta el límite de mi esperanza, y mientras masticaba mi infortunio caminando por la Avenida Corrientes, sentí una voz que me solicitaba ayuda.
-                     Chaval, podrías tú ayudarme a cargar este baúl, sucede que está pesado y yo ya estoy un poco viejo –me dijo un hombre mayor vestido con un esmoquin negro arratonado, que hacía ingentes esfuerzos pero sin lograr mover aquel armatoste, que en su parte delantera tenía escrito “El Mago Aragonés” con letras ribeteadas.
Con cierto asombro miré al hombre enjuto de acento castizo, pero no le escatimé auxilio. Cuando intenté asir una de las manijas del costado noté que el baúl estaba en verdad pesado. Tal vez demasiado.
-                     ¿Lleva piedras? –le pregunté.
-                     No, sólo secretos –respondió el anciano con total franqueza y simplicidad.
De inmediato se presentó. Procedió con singular elegancia, casi como si estuviera haciéndolo sobre un escenario. Dijo llamarse Juan Francisco de Aragón y ser conocido en más de cincuenta ciudades del mundo como El Mago Aragonés. A pesar de ello su aspecto denunciaba que se había venido a menos, y que si existieron tiempos de gloria, estos estaban definitivamente idos.
-                     Por supuesto que lo sé, señor. Yo me llamo Agustín. Encantado –le dije, y le tendí la mano con algo de frialdad.
A decir verdad sentí pena por aquel hombrecito. No se parecía en lo más mínimo a todo lo que yo había imaginado. Tenía pactadas tres funciones, pero apenas alcanzó a realizar la mitad de la primera, la que fue suspendida sin más trámite por falta de público junto con la cancelación definitiva de las otras dos. Ni yo, que solía ir a esos espectáculos y que me sabía de memoria el nombre de todos los ilusionistas que habían pisado Buenos Aires, había comprado un miserable ticket para ver el ocaso del viejo mago español. Creo que fue en ese momento que mi pensamiento cambió. Asumí con gran desilusión que los magos no eran personas extraordinarias con poderes excepcionales, sino que eran hombres corrientes, desdichados y desvalidos, como lo era ese pobre anciano que apenas podía con la carga de su cruz. A fe digo que fue una experiencia tan reveladora como frustrante: sin magos, no había magia, fue la amarga conclusión.
Creo que el anciano se dio cuenta de que yo estaba más cerca de abandonarlo que de involucrarme en la empresa de mover el incómodo baúl, más aún porque no se advertía ningún vehículo que lo esperara, o alguien más que pudiera asistirlo. Perspicaz, el hombrecito se apuró a decirme:
-                     No temas, chaval, voy hasta la esquina, a la confitería La Paz.
Giré sobre mis talones y vi que, como siempre, en la esquina de Montevideo y Avenida Corrientes, se erguía con discreto señorío el tradicional reducto de intelectuales y poetas porteños.
-                     Andando, son cincuenta o sesenta metros –dije, y comencé el arrastre del baúl involucrando todas mis fuerzas.
-                     Me vuelvo a España, a Zaragoza –aseguró el anciano que poco ayudaba al traslado a pesar de empujar desde la retaguardia.
Me vuelvo a España…, había dicho el viejo. Mejor sería que primero fuera al aeropuerto, pensé. Ya en la puerta de La Paz le pregunté al anciano si vendrían por él más tarde, pues supuse que había preferido esperar en la confitería hasta que eso ocurriera. En verdad era mucho más prudente y también más apropiado, sobre todo por la incomodidad que suponía el mentado baúl.
-                     No, nadie viene por mí. Siempre viajo solo. No te preocupes Agustín, lo hago a menudo. Has sido muy amable, fue un placer conocerte. Cuando quieras ver una representación mía, sólo apersónate en la boletería y di que eres mi amigo, aquí o en cualquiera de las cincuenta ciudades donde El Mago Aragonés es conocido –dijo el viejo a modo de despedida, no sin un insoslayable patetismo.
De todos modos, debo confesar que la personalidad del anciano me había producido curiosidad. También las cosas que decía y la manera en que actuaba, que –por cierto– parecían no tener mucho sentido. Lo saludé cortésmente y me fui caminando por Montevideo hacia Lavalle. No me detuve sino hasta que llegué a la Avenida Santa Fe. Noté que había caminado sin darme cuenta, como abstraído. Sin una razón precisa, decidí regresar a la confitería La Paz; después de todo tampoco tenía una razón para caminar por Montevideo o por la Avenida Santa Fe.
Al llegar miré hacia adentro a través de los grandes ventanales en un intento por localizar al viejo. Lo descubrí acomodado en una mesa distante y solitaria. Había arrimado hasta allí a su baúl y se lo notaba ansioso. Advertí que había bebido un café y que de tanto en tanto cambiaba de posición el servilletero de cortesía, al tiempo que miraba insistentemente su reloj. Calculo que lo observé por espacio de unos veinte o veinticinco minutos antes de decidirme a ir a su encuentro.
¿Qué era lo que se proponía este hombrecito, este viejo mago en el declive inexorable de su carrera? Si apenas podía movilizarse con ese baúl seguramente repleto de trastos viejos; que había sufrido la indignidad del levantamiento intempestivo de sus funciones por la nula capacidad de convocatoria que le había quedado, y que aseguraba que volvería a Zaragoza pero nadie venía por él, ni tampoco parecía tener boletos de avión para emprender el regreso. Sólo mataba el tiempo acodado en una discreta mesa de la confitería La Paz, durante la serena noche de Buenos Aires.
Cuando ya no aguanté más, entré y fui hasta su mesa.
-                     ¿Todavía acá? Perdóneme, no quiero que me tome por comedido, sé que no es asunto mío, pero todo esto me resulta un tanto extraño –le dije al anciano.
El hombrecito me miró con actitud piadosa. Con un ademán me invitó a sentarme frente a él. Me preguntó si quería tomar algo. Como respondí que no, apartó el pocillo que estaba sobre la mesa y se aferró al servilletero que ubicó junto al reloj de pulsera que se había quitado de su muñeca izquierda. Yo lo observaba atentamente y él se tomó todo el tiempo necesario antes de emitir una sola palabra. Luego dijo:
-                     Ya falta poco.
Yo lo miré con desconcierto y desconfianza. Sin duda alguna él lo advirtió. Caí en la cuenta que era una de sus habilidades. De inmediato se despachó con la siguiente cuestión:
-                     Agustín, no todas son realidades en un mundo de fantasía. Tú quieres saber qué sucede, ¿no es así? No es tan difícil. Pues, de hecho, he venido a responder a todas tus preguntas. La razón dicta que las cosas son de una manera. Para ello, la ciencia y los científicos tienen sus métodos, debaten acerca de las bondades del inductivismo, del método hipotético deductivo o del falsacionismo, pero ninguno puede explicar por qué nosotros estamos ahora en la confitería La Paz de Buenos Aires y en un pestañeo nos hallaremos sentados a la mejor mesa de La Republicana en Zaragoza.
Consideré que el anciano estaba valiéndose de una metáfora o de un sentido figurado, tal vez influenciado por el ambiente propio de la confitería La Paz. Siguiéndole la corriente, tímidamente atiné a decir:
-                     Y sí, hay lugares que tienen magia, aunque la magia en realidad no exista como tal…
-                     Mira Agustín, no hay que perder el tiempo explicando las cosas que no se pueden entender, ¿para qué? La mejor respuesta es… voy a usar una palabra científica pero con un sentido metafísico: hay que vivir la experiencia. ¿Sabes quiénes comprendieron todo esto? Los poetas y los escritores, por ejemplo. Ya lo sabían Cortázar, Borges y Bioy. Para ellos el tiempo y el espacio no representaban ningún problema. Cortázar conocía el portal que unía Buenos Aires con París, Borges tenía conciencia plena de que los hombres podían tener varias muertes y no sólo una, y Bioy dejó varias pistas en La invención de Morel. ¿Acaso tú no pensabas que los magos eran personas extraordinarias que escondían su don bajo el manto tolerable de la ilusión? Ven conmigo –se puso de pie y guardó su reloj en un bolsillo del saco del raído esmoquin–, acompáñame hasta la puerta que ya es hora.
Caminamos hasta la entrada principal de la confitería La Paz, el anciano empujó ambas hojas de la puerta y salió primero. Desde afuera me incentivó con un par de: ¡Anda, chaval! Apenas puse un pie en la calle no pude salir de mi asombro. Ya no estaba en la esquina de Montevideo y Avenida Corrientes en Buenos Aires, sino en la propia puerta de La Republicana en Zaragoza; en la mismísima tierra del mago aragonés. Claro que yo nunca había estado allí anteriormente, pero un imponente cartel que coronaba la típica fachada se encargaba de hacérmelo saber, de modo tal, que no me quedasen dudas.
-                     ¿Lo ves? –me dijo el anciano–. Esto es la experiencia. Tú tenías razón, Agustín.  Hay lugares que tienen magia. Pues yo te acabo de presentar a dos de ellos.
En verdad les digo que no me ha resultado sencillo asimilar semejante situación. Tanto es así que antes de convencerme efectué varios traslados espacio-temporales entre Buenos Aires y Zaragoza y viceversa. Por las noches entraba en la confitería La Paz y cuando salía lo hacía por las puertas de La Republicana.
A medida que ganaba confianza en los viajes, también lo hacía con el anciano que se convirtió en una suerte de mentor para mí. No puedo precisar el tiempo que compartimos porque no estoy muy seguro de mis referencias temporales, pero estimo que hemos estado juntos el tiempo suficiente como para que yo entendiera todo aquello que no se podía explicar.
Ahora que lo pienso, sé que he sido escogido como discípulo y también sé que nada de lo que ocurrió –antes o durante– fue una casualidad. Todo estaba relacionado: mis certezas y mis dudas, la caminata errante por la Avenida Corrientes, el viejo mago destratado, la conexión entre la confitería La Paz en Buenos Aires y La Republicana en Zaragoza, mi crecimiento interior y la confirmación de mi fe. Tampoco ha sido una casualidad aquel pesado baúl, en el que –según el anciano– sólo se guardaban secretos.
Hoy soy conocido en más de cincuenta ciudades como El Heredero del Mago Aragonés. He encontrado y utilizado al menos medio centenar de portales que se comunican entre sí y todos tienen en común una ambientación que no pasa inadvertida, como si de algún modo detuvieran el tiempo en su interior. No son necesariamente iguales, a veces ni siquiera se parecen, pero siempre hay en esas locaciones especiales algún objeto que las vincula. Todos ellos fueron dejados por el anciano y trasladados en aquel viejo baúl. Funcionan como referencias espaciales o como el Hilo de Ariadna, evitando que los viajeros e iniciados se pierdan al acometer sus extremas travesías, pues esos objetos no son propios de los lugares donde se encuentran en la actualidad, sino que son naturales de los sitios de donde fueron quitados, aunque con loable e imprescindible fin.
Por caso, si van a la confitería La Paz y escogen la mesa distante y solitaria, advertirán que el servilletero que está sobre ella es distinto a todos los demás y por cierto igual a todos los que están en La Republicana. Lo mismo ocurre con la antigua balanza Berkel que está sobre uno de los mostradores de La Republicana y es considerada un regalo de aquel viejo mago, puesto que en realidad perteneció originalmente a la confitería La Paz, y en ésta nunca determinaron cómo fue que hubo desaparecido.   
Cerca del final de sus días, pude saber por boca del mismo anciano que en la ocasión que nos conocimos él trasladaba dentro del baúl un piano de cola pequeño que había “tomado” de un café-concert de París para llevarlo a un restaurante de la Quinta Avenida de Nueva York. Como la tarea nunca se completó, seré yo el que la concluya en su honor y como tributo a su apreciada memoria.
De más está decir que fue por El Mago Aragonés que confirmé que la magia, magia es, y que los secretos pesan más allá de la conciencia.

Ricardo Tejerina / 2012