viernes, 26 de noviembre de 2010

ARTE Y CRÍTICA: LÓGICA CIRCULAR

Jean-Baptiste Greuze
La crítica de arte surge en el siglo XVIII como expresión de juicio y censura en el marco del incipiente mundo burgués y relacionada de modo directo con la ilustración y los pensadores racionalistas. No obstante, en los comienzos, fue considerada un género menor, más afín al periodismo iniciático que a la verdadera erudición.
Será con Denis Diderot, el gran ilustrado y enciclopedista francés, que la crítica será abordada con el rigor propio del docto y la puntillosidad académica. Prueba de ello darán sus informes de los salones, pero la poética de tan singular personalidad es algo que le pertenece sólo a él y no, necesariamente, al género que nos ocupa. La crítica que efectuara en 1765 respecto de una pintura de Greuze que representaba a una muchacha llorando a su pájaro muerto, es, sin lugar a dudas, la más perfecta continuidad de la reflexión de la obra que pueda lograrse a través de la crítica.
Paralelamente, cabe señalar que el arte autónomo ya se abría paso en la esfera privada del mundo que devendría burgués y resultaba claro cuestionamiento al poder absolutista. Ése, era el ámbito de los mentados salones y de las logias, lugares donde el arte se permitía –merced a su autonomía y vocación alegórica–  el enjuiciamiento y la crítica del poder monárquico y del estado absoluto, antecedente de su universo en ciernes. Es también, al decir de Reinhart Koselleck el ámbito de la République de lettres y del docto y su público lector. O, como diría Immanuel Kant el de aquellos que a través de la ilustración han adquirido la mayoría de edad o salido de la minoridad, que no es más que ese estado oscuro y desvalido que no le permite al hombre su realización racional.
Jürgen Habermas también aborda esta idea y define el rol que cumple el crítico, posando su mirada en la necesidad de un mediador que tiene el público aficionado. De allí que sugiere que el crítico es “mandatario y pedagogo” en el ámbito que desarrolla su actividad y cometidos. No obstante, no se priva de explayarse acerca de la insinceridad que como un halo envuelve a la profesión ni de mencionar la sospecha que la actividad genera a su alrededor.
Una sucinta cronología de la crítica podría enunciarse pues con Diderot en el siglo XVIII, Baudelaire y los románticos alemanes en el XIX y Adorno en el más próximo siglo XX. Desde luego que esta híper reducida línea de tiempo no se propone el menoscabo de los historiadores del arte devenidos en críticos o conspicuos continuadores de la disciplina como: Wölfflin, o los escritores/as como Virginia Woolf en una Gran Bretaña de tardías vanguardias o los más actuales y cercanos como Clement Greenberg. Todo lo contrario, es sólo una módica sucesión de referencias mínimas, pero, al mismo tiempo, del todo insoslayables.
El siglo XX, curiosamente, transitaría otra vez por la dualidad original de la crítica signada por la tensión entre la intelectualidad y el sucedáneo o mero informe poco calificado. Fluctuaría entre el kunstkritiker, formado e ilustrado y el comentarista ocasional que podría llegar, incluso, al perfecto disparate.
Claro que el siglo XX también daría paso al rompimiento que supusieron las Vanguardias, en contraste con, por ejemplo, el Neoclasicismo o el Romanticismo. O, incluso más, puesto que al decir de muchos autores con Dadá primero y con el Pop Art después, tendría lugar el “inevitable fin de la historia del arte”, aquélla que pergeñara con Le vite Giorgio Vasari, reconstruyendo para la posteridad las semblanzas de los principales artistas italianos del mundo renacentista.
Sería también el siglo XX el que llevaría a Theodor Adorno a afirmar que las obras de arte moderno son aquéllas que no quieren ser obras, o a considerar que no hay nada evidente en el arte, ni siquiera el derecho a su existencia.
De todos modos, y más allá de los considerandos aquí expuestos o deliberadamente omitidos, la crítica ha continuado su camino junto a la obra, conservando atributos que la hacen parte inherente y compositiva de la misma. Tanto es así, es decir, la ligazón existente, que también artistas y críticos han trabado vínculos más allá de la módica formalidad. Es el caso de Kahnweiler y los cubistas como Picasso, Braque o Juan Gris, dado que el público moderno también demandaba obras, artistas y mediaciones.
El largo camino recorrido desde el siglo de Federico implica para la crítica un derrotero compartido con la suerte misma del arte. Ocurre bastante razonable que en tiempos en los que el arte se ha complejizado, o ha intervenido en la vida cotidiana, o mutado del objeto al concepto y vuelto al objeto, no sin antes haber discutido desde su carencia de evidencia hasta su legitimidad o sobrevida, las reflexiones sobre el mismo se hayan tornado tan profusas como insondables.
Puede que todo ello obedezca a que aún esté transcurriendo la era de la ilustración y que no sea ésta, la nuestra, la era ilustrada; como le gustaba decir a Kant cuando se refería al siglo XVIII. Puede que el siglo XXI sea una segunda o tercera etapa de la ilustración, o una suerte de posilustración tributaria de la tecnología, pero aún así, de ningún modo la completa era ilustrada.
Todo parecería responder a procesos insertos en una lógica circular, que obligan a orbitar en torno de hallazgos y pérdidas, o costumbres y cambios, o espanto y belleza, cual si fueran partes indivisas de un mismo todo, que lanzan siempre una nueva y más punzante pregunta ante cada postrera respuesta con pretensión conclusiva.
En definitiva, en el arte y la crítica la llegada termina pareciéndose más a un punto de partida. Una paradoja bastante aceptable para una discusión que lleva más de doscientos cincuenta años empezando de nuevo, cada día.
Ricardo Tejerina / 2010