sábado, 8 de octubre de 2011

LEYENDO A DOLINA


Alejandro Dolina

            De las muchas maneras que existen para conocer a los artistas, hacerlo por sus obras tal vez sea la más apropiada. Oscar Wilde solía decir que cuando el pintor plasma sobre el lienzo a su modelo, lo que se revela no es éste sino el mismo autor.
Leer a Dolina no es muy diferente a escucharlo hablar, pues monologa como escribe, siempre oscilando entre la reflexión más profunda y la resolución liviana y ocurrente. Combina con estilo inconfundible la filosofía con el barrio, la levedad del ser con el amor perdido, y las ingenuas travesuras juveniles con la decepción, el desengaño y la acechanza de la muerte.
Hay quienes afirman que Borges sostenía que siempre se ha escrito sobre lo mismo (la vida, la muerte, el amor) pero de maneras diferentes. Yo me permito agregar que hay autores que cuando lo hacen, logran ilusionarnos al introducirnos en su mundo plagado de señales, confesiones, ingenio y ese tono ameno y franco que apreciamos de todo narrador. Díganme ustedes si Dolina no lo consigue cuando, así, se refiere al olvido: “Recordemos, recordemos todo el tiempo. No olvidemos nada. Ni el color de nuestras corbatas perdidas, ni el olor a tiza y sudor del colegio, ni el calor del asfalto sobre los pies descalzos, ni el gusto a jazmín de los besos en la noche, ni el aroma de la untura blanca. Si nos espera el olvido, tratemos de no merecerlo. Y pensemos que después de todo, aunque la victoria final sea de los Amigos del Olvido (así llama el autor a la organización que promueve la abolición de todos los recuerdos, enfrentada ancestralmente a la nostalgia perenne de los Hombres Sensibles), será un triunfo sin festejo. Nadie lo recordará jamás”.
¿Han notado lo que les dije? ¿Advierten cómo Dolina reflexiona sobre el olvido (que en su punto más inflexible es la muerte) alentándonos a recordar para vivir, y que en el instante más doloroso de ese pensamiento logra salir con una ironía digna de una sonrisa cómplice? A esa habilidad me refería. A esa capacidad de sumergirnos en el abismo del desconsuelo para luego tendernos la mano redentora y renovarnos la ilusión. He allí la naturaleza del autor revelada en su propia obra.
Debo decirles que leer las Crónicas del Ángel Gris es una grata experiencia que recomiendo con fervor. Allí encontrarán personajes entrañables como el polígrafo de Flores Manuel Mandeb, el músico prolífico Ives Castagnino, el ruso Salzman o el galán de barrio ávido de amores Jorge Allen, pero, fundamentalmente, verán como flota en toda la obra el espíritu de los Hombres Sensibles y el aura del Ángel Gris; ese ángel sombrío y descolorido que es más atorrante que santón y que recorre el barrio de Flores en el mismo momento que Dolina lo sueña.
Creo que esta entrega de El Ojo Críptico se parece más a Huella de Letras (nuestra anterior columna habitual) que a sí misma. Debe ser por eso de que la obra revela al autor.
Hasta la próxima mirada.
El Ojo Críptico