Me quedaba mirándolo por largo tiempo, confiaba en que la sola
contemplación le proporcionaría el halo de vida que necesitaba. Su apariencia
era humana, aunque tenía un porte más pequeño. Sin embargo, eso no lo hacía
verse disminuido, era –simplemente– la reproducción mimética de un ser humano,
pero a escala… un “hombrecito”, podría decirse. Su rostro era agradable y tenía
un talle enjuto; sentado en la silla con las piernas cruzadas, adquiría cierto
charme. Pensé que sería un buen compañero: hábil interlocutor, cómplice y
confidente. El contacto con sus manos no me demostraba frialdad, por el
contrario, estoy seguro de que la calidez de su temperatura me convenció muchas
veces respecto de su voluntad de vivir (o de mí voluntad y de la transferencia
hacia él). Tal vez por eso no renuncié al proyecto a pesar de la falta de
resultados, y tal vez también porque sus ojos –de una coloración azulina
intensa– me permitían acceder a lo recóndito, a los dominios espirituales, a la
morada del alma. Claro está, si es que Horacio (le puse ese nombre por “Horacio
Kalibang”, el autómata) podía tener una. Digo más, incluso: si fuera posible
que un no nacido la tuviera, en ese caso yo creo haberla advertido; y si no fue
así, habrá sido sólo el desvarío de un viejo y su némesis. A fin de cuentas, ¿a
quién le importa? He esperado en vano alguna reciprocidad, alguna demostración
de su parte, incluso una limosna de certidumbre trascendente, pero nunca
ocurrió. Recordé que el mismísimo Miguel Ángel golpeó la rodilla del Moisés de
mármol y lo inquirió al grito de: “¿Por qué no me hablas?”; también Lugones
fantaseó con poder hacer hablar al mono Yzur (no era más que un cuento, lo sé,
y tampoco era Lugones el que fantaseaba, era su personaje, también lo sé). De
hecho, como otro eslabón de esa infausta cadena, Horacio, mi Horacio, jamás
abandonó su estado inerte, jamás me dispensó su aliento… Pero, en el instante
postrero, en el preciso momento en que yo cerré mis ojos para no volverlos a
abrir, fue él quien no dejó de contemplarme, esperando vanamente devolverme ese
mismo halo de vida, que al filo de la madrugada, se me había escapado.
Ricardo Tejerina / 2013