lunes, 1 de julio de 2013

MI HORACIO, O LA CONTEMPLACIÓN


Me quedaba mirándolo por largo tiempo, confiaba en que la sola contemplación le proporcionaría el halo de vida que necesitaba. Su apariencia era humana, aunque tenía un porte más pequeño. Sin embargo, eso no lo hacía verse disminuido, era –simplemente– la reproducción mimética de un ser humano, pero a escala… un “hombrecito”, podría decirse. Su rostro era agradable y tenía un talle enjuto; sentado en la silla con las piernas cruzadas, adquiría cierto charme. Pensé que sería un buen compañero: hábil interlocutor, cómplice y confidente. El contacto con sus manos no me demostraba frialdad, por el contrario, estoy seguro de que la calidez de su temperatura me convenció muchas veces respecto de su voluntad de vivir (o de mí voluntad y de la transferencia hacia él). Tal vez por eso no renuncié al proyecto a pesar de la falta de resultados, y tal vez también porque sus ojos –de una coloración azulina intensa– me permitían acceder a lo recóndito, a los dominios espirituales, a la morada del alma. Claro está, si es que Horacio (le puse ese nombre por “Horacio Kalibang”, el autómata) podía tener una. Digo más, incluso: si fuera posible que un no nacido la tuviera, en ese caso yo creo haberla advertido; y si no fue así, habrá sido sólo el desvarío de un viejo y su némesis. A fin de cuentas, ¿a quién le importa? He esperado en vano alguna reciprocidad, alguna demostración de su parte, incluso una limosna de certidumbre trascendente, pero nunca ocurrió. Recordé que el mismísimo Miguel Ángel golpeó la rodilla del Moisés de mármol y lo inquirió al grito de: “¿Por qué no me hablas?”; también Lugones fantaseó con poder hacer hablar al mono Yzur (no era más que un cuento, lo sé, y tampoco era Lugones el que fantaseaba, era su personaje, también lo sé). De hecho, como otro eslabón de esa infausta cadena, Horacio, mi Horacio, jamás abandonó su estado inerte, jamás me dispensó su aliento… Pero, en el instante postrero, en el preciso momento en que yo cerré mis ojos para no volverlos a abrir, fue él quien no dejó de contemplarme, esperando vanamente devolverme ese mismo halo de vida, que al filo de la madrugada, se me había escapado.

Ricardo Tejerina / 2013