viernes, 5 de octubre de 2012

LA SALAMANCA


Pablo Picasso

Guiado por mi amigo Julio, que era baqueano y diestro a campo traviesa, me interné más allá de la quebrada y el cañadón en busca de La Salamanca. Caminamos por espacio de tres días con sus noches. En la oscuridad y el silencio de las madrugadas a la intemperie siempre pensé en mis cuatro hijos, en mi madre anciana y en la mujer que ya no tenía. Julio me convidaba un postrero trago aguardentoso de su petaca de plata antes de entregarse al sueño. Lo hacía de manera ritual: “debés estar preparado”, me decía. La resolana del alba me resultaba inspiradora y vigorizante, sentía como un renacer, luego de haber sido confinado a la penumbra de los sátiros y los faunos. Al llegar al divisadero de un cerro despojado –del cual nunca había tenido la mínima certeza de su existencia–, mi amigo me señaló un sendero algo sinuoso que se internaba en las entrañas oscuras del gigante de roca. “Diez pasos antes de llegar al cerro tu paso será interrumpido por una mata, tú decidirás si la sorteas, o si te quedas allí, ése es el misterio de La Salamanca, quedarse o seguir”, dijo. Avancé trémulo, en mi mano derecha llevaba la petaca de Julio. Empiné el codo y le eché un trago, y otro, y otro más, con el propósito de darme etílico valor. Con la vista nublada y los otros sentidos en rebelión, trastabillé primero, para luego caer de rodillas sobre la espinosa y hedionda mata. Postrado en posición penitente sentí como el suelo se llagaba con grietas que descendían a lo profundo. Quise dar los diez pasos que me separaban del cerro, de la supuesta Salamanca, de la cueva de los demonios. No tuve chance. La tierra me tragó merced a sus fauces famélicas. Fue así que supe que La Salamanca no era un sitio al que llegaría, sino, más bien, un destino que me alcanzaba. El camino de regreso Julio lo hizo en solitario y sin petaca de dónde beber. 

Ricardo Tejerina / 2012