Pablo Picasso |
Guiado por mi amigo Julio, que era
baqueano y diestro a campo traviesa, me interné más allá de la quebrada y el
cañadón en busca de La Salamanca.
Caminamos por espacio de tres días con sus noches. En la oscuridad y el
silencio de las madrugadas a la intemperie siempre pensé en mis cuatro hijos,
en mi madre anciana y en la mujer que ya no tenía. Julio me convidaba un
postrero trago aguardentoso de su petaca de plata antes de entregarse al sueño.
Lo hacía de manera ritual: “debés estar preparado”, me decía. La resolana del
alba me resultaba inspiradora y vigorizante, sentía como un renacer, luego de
haber sido confinado a la penumbra de los sátiros y los faunos. Al llegar al divisadero
de un cerro despojado –del cual nunca había tenido la mínima certeza de su
existencia–, mi amigo me señaló un sendero algo sinuoso que se internaba en las
entrañas oscuras del gigante de roca. “Diez pasos antes de llegar al cerro tu
paso será interrumpido por una mata, tú decidirás si la sorteas, o si te quedas
allí, ése es el misterio de La Salamanca,
quedarse o seguir”, dijo. Avancé trémulo, en mi mano derecha llevaba la petaca
de Julio. Empiné el codo y le eché un trago, y otro, y otro más, con el
propósito de darme etílico valor. Con la vista nublada y los otros sentidos en
rebelión, trastabillé primero, para luego caer de rodillas sobre la espinosa y
hedionda mata. Postrado en posición penitente sentí como el suelo se llagaba
con grietas que descendían a lo profundo. Quise dar los diez pasos que me
separaban del cerro, de la supuesta Salamanca,
de la cueva de los demonios. No tuve chance. La tierra me tragó merced a sus
fauces famélicas. Fue así que supe que La
Salamanca no era un sitio al que llegaría, sino, más bien, un destino que
me alcanzaba. El camino de regreso Julio lo hizo en solitario y sin petaca de
dónde beber.
Ricardo Tejerina / 2012