El
autor estuvo recientemente en la ciudad de Bogotá, capital de la República de
Colombia, por cuestiones ligadas a su profesión, hecho que le permitió advertir
algunas costumbres y comportamientos de la sociedad bogotana. En esta entrega
comparte su mirada casi como un cronista de viajes. Después de todo, la mejor
forma de advertir la cultura de un lugar es recorrer sus locaciones, degustar
sus comidas y hablar con su gente.
Bogotá es una gran
ciudad latinoamericana. La capital de Colombia –que durante la época colonial
se denominó Santafé de Bogotá– debe tener en la actualidad más de 8 millones de
habitantes, más del doble que Buenos Aires, por ejemplo.
Su ubicación
geográfica se halla en el centro del país, en la sabana de Bogotá, rodeada por la
formación montañosa andina oriental. Y también es la tercera capital más alta
de América del Sur, después de La Paz y Quito, a partir de su emplazamiento a más
de dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar.
El lema colombiano (que
te recibe en el aeropuerto internacional de Eldorado, uno de los más modernos y
amplios del continente) es “Libertad y Orden”, muy similar al “Orden y
Progreso” de Brasil. Ambos con una profunda raíz positivista, la clásica
corriente de pensamiento que dominó el siglo XIX y cuyos principales exponentes
en la Argentina han sido Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre y Domingo
Faustino Sarmiento.
Sí, lo sé, la
introducción ha sido un manojo de datos duros que pueden hallarse en cualquier
descriptiva de las que abundan en Internet, pero me pareció bueno facilitar el
contexto mínimo para poder adentrarnos con mejores resultados en las
particularidades de una gran ciudad de nuestro continente, donde el mestizaje y
las raíces americanas se vuelven tan evidentes como atractivas.
Bogotá es un buen
ejemplo de ciudad que continúa un ambicioso proceso de transformación urbana,
si hasta fue pionera en implementar lo que en Buenos Aires es la novedad del
Metrobús y que allá se conoce como el TransMilenio, el que ya está incorporado
y afianzado como medio de transporte público.
En la geografía del centro se destaca la modernidad y
la altura de las construcciones edilicias, las que van disminuyendo en tamaño y
aumentando en antigüedad –y a veces en precariedad– a medida que uno se aleja
de esos lugares dominantes, y al decir de los lugareños “mas seguros”.
Pero, no son esas
características las que me interesan para esta nota, sino las costumbres
típicas del día de descanso, el aroma a comida callejera que impregna a la
metrópoli, y la disposición de la ciudadanía bogotana que –a no dudarlo– sabe
cómo disponer del espacio público y cómo ejercer sus derechos civiles sobre él.
Eso sí que me resultó de lo más interesante. Bogotá se puede vivir y sentir. De
eso se trata.
Llegué a Bogotá en un
vuelo de LAN, luego de hacer escala en Santiago de Chile, un domingo por la
mañana, justamente. Me alojé en un hotel del barrio universitario de
Teusaquillo, y ni bien descansé un poco del viaje y me aclimaté, salí a conocer
la ciudad “solito mi alma”.
Rápidamente, advertí que la Avenida Caracas me
acercaría al destino que prefería para comenzar mi recorrido de a pie. En pocos
minutos me encontré frente a un monumento del Libertador General José de San
Martín (mi argentinidad se solazó, no lo niego) y ahí nomás, caminando por la
explanada del imponente Museo Nacional.
Me sentí a gusto,
aunque no podía disimular mi condición de extranjero. Cuando uno está en
territorio ajeno y nuevo, hasta una bicisenda puede ser un peligro inminente.
En Bogotá, las bicisendas están dispuestas en las veredas y no en las calles,
eso sí que puede jugarte una mala pasada si vas en “babia”, como yo lo hacía.
Volviendo por la
senda, les cuento que los domingos el centro de Bogotá se vuelve peatonal y
apto para transitarlo en cualquier medio con ruedas, pero sin motor. La avenida
principal se cierra al tránsito vehicular y se llena de puestos callejeros,
carros más o menos grandes y también carritos más humildes que sirven para el
expendio de cualquier producto bebible o comestible. Huelga decir que también
se llena de gente. Cientos, miles, se vuelcan a las calles a vivir la ciudad al
aire libre, disponiendo de ella, sometiéndola a la voluntad incuestionable del proletariado.
Es, ciertamente, un cabal ejercicio de libertad, también de poder ciudadano.
La ciudad convertida
en rastro, es una suerte de gran y heterogéneo mercado a cielo abierto, que
respira el olor a frito, a pan, a chicharrón, a carne de res o de pollo
profusamente condimentada... Cada posta gastronómica es una invitación a un
suculento banquete típico, apto para ser degustado sentado en el cordón de la
vereda, echado a la sombra de algún árbol, o bien al tranco limpio. Siempre, a
gusto del consumidor, como debe ser.
El camino te lleva, y el mercado de pulgas es
La Meca laica y popular. Salvo en Montevideo, en ningún otro lugar vi una feria
de cosas usadas más llamativas y singulares. Los que por allí andábamos, que
superábamos holgadamente lo prudente para el recorrido cómodo del espacio, no
podíamos escapar al asombro que producía el puesto de las fonolas (bellísimas,
por cierto), o el de los discos de vinilo, o el de los zapatos remendados, o el
de los sugestivos muñecos, o el de las herramientas de labor, o el de las
radios, relojes, y todo tipo de baratijas, ésas que tienen ese “no sé qué”, que
nos devuelven a la infancia, sin intervalos.
Para el final, dejé a
propósito las menciones que corresponden a la conversación, al intercambio oral
y a la musicalidad que tiene la expresión verbal de los bogotanos. Ya he dicho
en esta misma columna que los colombianos hablan bella y amablemente, fue hace
algunos años, cuando di cuenta de una de las más extraordinarias ciudades de
América, Cartagena de Indias, ubicada sobre el Mar Caribe.
Lo que quiero
decirles es que la oralidad colombiana es rica en amplitud del lenguaje y en la
producción de sentidos. Una conversación casual y repentina puede desembocar en
uno de los momentos más agradables que uno recuerde de su estancia por estos
pagos. Siempre nos proporcionará calidez y generosidad, además de sorprendernos
con alguna palabra propia con maravilloso significado. En esta última incursión
he aprendido otra más: “verraco o berraco” (se acepta de ambos modos, pues hay
un uso más elevado y otro más popular; quiere decir “valiente, diestro,
arrojado y digno de reconocimiento”, en verdad me ha fascinado.
Y siendo verraco,
pues, no se puede llegar a Bogotá y no subir al Cerro de Monserrat, y vivenciar
el Vía Crucis y la religiosidad que éste propone. Arriba del cerro, se superan
los tres mil metros sobre el nivel del mar, como en nuestra maravillosa Humahuaca,
por ejemplo. Pero no sólo se ve la inmensidad del valle citadino desde la
cumbre de la montaña, también uno se siente un poco más cerca del cielo, y eso,
créanme, en verdad hace bien.
Hasta la próxima mirada.
El Ojo
Críptico