martes, 15 de noviembre de 2011

LENGUAJE ANIMAL

Walt Disney

Muchas veces me pregunté qué es lo que comunican los animales (o los pájaros, o los peces) con sus sonidos. Están los que rezongan alegremente, los que se hunden en un lamento sin consuelo, los que trinan y cantan aun en los abismos, o los que desafinan apelando muy orondos a graznidos y balidos. Y, también, está lleno de los que ladran o maúllan y viven junto a nosotros. Sea como fuere, yo, como la mayoría de los míos, apenas hablo.
Sucede que esta duda cartesiana me llevó a intentar durante un día completo darme a entender como lo hacen los animales. Fui a Starbucks (hay uno enfrente de mi departamento) y pedí mi desayuno con un gruñido perruno, pero, a decir verdad obtuve mucho menos que lo que el Boby consigue sin esfuerzos (lo sé, es una obviedad, pero no me nieguen que todos asumieron que el Boby es un perro). Camino al trabajo di unas cuantas olfateadas y suspiré en el subterráneo apelando a un ronroneo. Huelga decir que las pasajeras (sobre todo las más jóvenes y las señoras más grandes) no se sintieron muy cómodas con mi compañía. Lo percibí vivamente porque mientras el resto del pasaje viajaba como sardinas enlatadas, a mi alrededor, en cambio, comenzaron a dibujarse claros muy evidentes (a este fenómeno se le opusieron un par de cuarentonas que jugaban a ser gatas y un punga con cara de Bulldog). Tipo mediodía, a mi jefe me le planté con una serenata elefantiásica. Sabrán que me llevé de su oficina una respuesta soez que me invitaba a introducirme la trompa no sé dónde. A la hora del té me dispuse a efectuar mi mejor acto: caminé entre mis compañeros de la compañía como un pingüino emperador e intenté seducirlos con un canto de ballenas azules. Prontamente, la gente del cuerpo médico me dio la salida, aduciendo que mi comportamiento extraño podría deberse al estrés que me producía la fusión con la empresa extranjera que el Directorio había anunciado la semana pasada (debe tratarse de una venganza de la psicóloga, una tilinga de proceder masculino a la que no le paso bola). Bastante decepcionado con todo esto, me apersoné en casa de la Tana, mi novia de toda la vida, y le declaré todo mi amor por el portero eléctrico con un falsete de canario al mejor estilo Farinelli (ahora que lo pienso me doy cuenta de que mi intento de fusión de canto de ave con el célebre castrati no fue para nada feliz). Estoy absolutamente seguro de que he caído en el más absoluto destrato de mi futuro suegro, ya que en lugar de la voz dulce de mi amada, el parlante callejero amplificó un rosario de gruesas maldiciones peninsulares (me pregunto si habré tocado el timbre correcto… en fin).
Como los hechos pasaron de castaño claro a un oscuro irremediable, juro que el regreso a casa fue terrible. Descorazonado bajé del colectivo y caminé bastante rápido sin hacer las acostumbradas paradas en el quiosco o el café. Para colmo, me demoré unos minutos en la puerta de calle de mi edificio porque no encontraba las llaves por ningún lado. En eso, bajó la vecina del quinto con su hermoso perro labrador. La mina ni me vio (nunca me ve) pero el cuadrúpedo me miró con gesto sobrador. ¡Andá a deponer! –le dije moviendo los labios con la lentitud y la voz baja que uno suele utilizar cuando le hace monerías a un bebé (todos sabemos que lo provoqué diciéndole otra cosa).
El susodicho can dio dos o tres indiferentes pasos; luego, y como quién no quiere la cosa, giró la cabeza y apuntándome con el hocico mojado me espetó un guau sostenido y profundo, que en lenguaje de perros quiere decir algo así como: “a eso voy, gil”. Y, en ese preciso momento, me di cuenta de que había respondido la cuestión con que comencé este relato.

Ricardo Tejerina / 2011