Jean-Auguste Dominique Ingres |
La ráfaga que entró por la ventana amenazó con apagar la tímida llama de la vela que se hallaba sobre el escritorio de Lord Baskerville. La cabeza y parte del torso desnudo del hombre estaban desmoronados sobre una montaña de papeles retintados de azul profundo, producto del vuelco del tintero. Su brazo derecho le colgaba a un lado y la mano había dejado caer la pluma que descansaba, ahora, sobre el piso amoquetado. La casa, vacía de sirvientes, entrañaba tórridos secretos.
Lord Baskerville había releído y corregido un texto hasta caer exhausto. Sobre la cama ubicada en el opuesto de la recámara, dormía Lady Marian, esposa de Sir Anthony, hundida entre sábanas, almohadas y cojines, que apenas dejaban libre a la contemplación el delicado contorno de una de sus piernas. Sobre el lecho pecaminoso Lord Baskerville había poseído a Lady Marian infinidad de veces, siempre a escondidas y a expensas del anciano e impotente Sir Anthony.
Convertido en hazmerreír de la corte del Rey George, Sir Anthony apenas se dejaba ver en público. Cuando lo hacía, era Lady Marian quien empujaba su silla de ruedas y le secaba el sudor de la frente con pañuelos de fino algodón traído de las plantaciones coloniales. El anciano aceptaba los cuidados de su joven y bella mujer, a pesar de las habladurías y chismes que lo hacían destinatario de la sorna y el destrato de sus pares, siempre con gesto adusto y un rictus imperturbable.
En la intimidad de su habitación, cuando Lady Marian dormía en casa, el viejo disfrutaba de la desnudez de su esposa. Acostumbraba a sentarse en su sillón para luego verla desvestirse con los ojos inyectados y la humillante flaccidez de su miembro. Lady Marian solía quitarse la ropa frente a su añoso marido, el que la observaba no reprimiendo la producción de una baba que le corría por la comisura de los labios hasta perderse por debajo del mentón, al mismo tiempo que se frotaba los genitales de modo patético y lastimero.
La piel de Lady Marian era tersa y blanca. Sus pechos llenos estaban coronados por pezones grandes y claros. Sus muslos eran fuertes al igual que las pantorrillas. El triángulo de su pubis desprovisto de vello ofrecía dos labios gruesos y apretados, que por lo general estaban delicadamente humedecidos. El rubio y abundante cabello le caía hasta la cintura y todo su cuerpo olía a rosas y a lavanda.
Entregada a la pasión de Lord Baskerville, Lady Marian aceptaba siempre de buen grado las propuestas sexuales de su amante. A instancias de éste provocaba al anciano Sir Anthony y luego le relataba el patetismo del viejo para que su amante lo volcara al papel y novelase sus historias de alcoba.
Cuanto más profundo la penetraba Lord Baskerville, más sensualidad le dictaba Lady Marian en clave de susurros ahogados y rítmicos jadeos. Solían conversar a posteriori de hacer el amor y escribir sus confesiones y deseos enmarañados en el lecho. Por lo general era Lord Baskerville quien empuñaba la pluma y Lady Marian quien narraba. Mientras lo hacía se refregaba sobre la espalda de su amante y amanuense, y le hacía sentir el contacto de su sexo cálido y resbaloso.
En las ocasiones en que era Lady Marian quien escribía y Lord Baskerville el que discurría, la joven se sentaba a los pies de la cama, apoyaba las hojas sobre los muslos y abría las piernas para que su amante y narrador desplegara toda su libido literaria bajo el influjo de su vulva expuesta.
Con el tiempo: las historias de Lord Baskerville y Lady Marian se hicieron muy populares; y dado que el Lord era también un avezado impresor, primero las publicó como folletines y libelos, y más tarde como libros de bolsillo que cautivaron a la sórdida y circunspecta sociedad anglicana, que consumía con fruición silenciosa las ficciones transgresoras urdidas en la cama de los amantes aristócratas.
Bajo el cuño autoral de un enigmático y ficticio Conde De La Croix se publicaron un sinnúmero de apostillas eróticas que iban desde las ardorosas confesiones de una virgen adolescente, hasta el testimonio de la promiscuidad de unos chavales que en tríada estaqueaban y sometían a desdichadas rameras en los suburbios citadinos. Pero, no fue sino con la historia del noble impotente y lascivo que devino la tragedia.
Sir Anthony aceptaba ser engañado flagrantemente y que su honra mancillada fuera comidilla de la nobleza, a cambio disfrutaba de su voyerismo privado, única redención para su hombría maltrecha por los años; pero, de allí a ser el bufón del vulgo, había un largo trecho que no podían consentir ni tolerar, ni siquiera, su carácter pusilánime y sus fuerzas idas.
Fue así que una noche igual a otras tantas, cuando Lady Marian salió de la casa para no volver hasta el otro día, Sir Anthony la siguió con su renguera de perro, pues el viejo se movía en la silla de ruedas para evitar mayores esfuerzos, pero no porque estuviera postrado. Grande fue la sorpresa del anciano al ver que su esposa entraba en la propiedad de Lord Baskerville con la naturalidad de los habitúes.
Aprovechando la penumbra, se aventuró en los cuidados jardines de la Mansión Baskerville y desde allí pudo observar la tenue luz de la recámara principal, percibir los gemidos de su mujer y mortificarse con la presunción de las potentes embestidas del apuesto Lord sobre el cuerpo húmedo de su mujer adúltera.
Con la hidalguía de un verdadero caballero aguardó al pie de los ventanales bajos custodiado por los arbustos prolijamente recortados, y aun resistiéndose fue rindiéndose a plurales sollozos mudos con cada orgasmo atestiguado con alevosía por los incautos amantes. Paciente, esperó pues que Lady Marian se durmiera y que Lord Baskerville cayera exhausto.
Luego, alentado por la ventisca que se había desatado, como un delincuente entró a la insigne casa y atravesó la sala y la biblioteca de la planta baja. Tardó en subir las escaleras con su renguera a cuestas, pero, una vez arriba, y aún algo agitado, no tardó en hallar la habitación de Lord Baskerville.
Sigiloso entreabrió la puerta y vio a Lady Marian en el lecho arropada por almohadas y cojines, en tanto que su amante roncaba desnudo encima del escritorio, ubicado en el opuesto. Sin detenerse a pensar ni siquiera un minuto acerca de la criminalidad del acto que estaba pronto a perpetrar, sacó de su chaqueta un puñal y lo hundió sin piedad en la espalda de Lord Baskerville, atravesándole los pulmones y el corazón. El hilo de sangre que manó de la boca de la víctima se confundió con la tinta volcada del tintero, prolongándose en un reguero serpenteante de color violeta y consistencia espesa. Sin darse resuello se dirigió a la cama y con un renacer de la vitalidad que otrora luciera, asfixió a la mujer con una de las almohadas que la circundaban, sin sentir el mínimo atisbo de culpa o dolor.
Satisfecho, como llegó se fue, arrastrando cansino su renguera de perro.
Ya en su casa, se acostó a dormir y en sueños le hizo salvajemente el amor a Lady Marian bajo la atenta mirada de un Lord Baskerville impotente y voyerista. Y, entonces, oníricamente, sonrió.
Ricardo Tejerina / 2012