Vincent van Gogh |
Los cuentos de Navidad, por lo general, son relatos que exaltan las virtudes humanas y los actos altruistas, o las repentinas conversiones místicas de los protagonistas, o los sucesos extraordinarios que siempre tienen que ver con hacer el bien sin mirar a quién. En todos ellos sobrevuela la idea de que los hombres son buenos, y que si alguno no lo fuera, la Navidad es el momento propicio para el cambio trascendental. Quien desee escribir un cuento de Navidad y transite por estos caminos, de seguro hará lo correcto.
Sin embargo, mi cuento de Navidad no es así. Mi cuento de Navidad es cruel, hostil y desangelado. Mi cuento de Navidad es la crónica de un día de paco, o una historia de motochorros, o la vanagloria de un déspota. También podría ser el relato del miserable que le saca los documentos a la gente el día antes de una elección, el de una salidera, o el del que se roba la plata de un plan de asistencia social.
Mi cuento de Navidad no tiene héroes, no tiene magia, no tiene regalos ni trineos. Tampoco tiene villancicos ni luces de colores. Mi cuento de Navidad no tiene esperanza. Porque mi cuento de Navidad habla de la miseria del más pobre, de la tristeza del más solo, de la angustia del más mortificado, del padecimiento del más adolorido, del resentimiento del más olvidado y de la ruindad del más malvado. Mi cuento de Navidad, en verdad, no es un cuento. Porque la vida, como decía Luis,[1] no es de Navidad.
Pero, por suerte, mi cuento de Navidad no está escrito, porque me duele dejar para siempre en el papel estas sensaciones tan dolorosas, tan desprovistas del espíritu navideño, tan sembradas de cardos y de ortigas por provenir de la más cruda realidad.
Mi cuento de Navidad es, entonces, un tiempo detenido, un pensamiento recóndito, una palabra no dicha. Mi cuento de Navidad no es éste, sino el próximo.
Ricardo Tejerina / 2011