Salvador Dalí |
Muy lejos de aquí, en un pueblo donde las calles no tienen nombres y los ancianos han olvidado por completo sus recuerdos, existió un pájaro que nunca aprendió a volar. Su andar cabizbajo denunciaba la tristeza del ave trunca. Al principio, cuando todavía creía que con el tiempo esa dificultad se subsanaría, se hizo diestro en el arte del disimulo. Tanto es así que son célebres las múltiples excusas que el pájaro esgrimía cada vez que era instado a remontarse por los aires. En una ocasión llegó a decir que ese día no volaría porque él acostumbraba a hacerlo tan alto que las nubes tiznaban su plumaje. A su alrededor se tejieron un sinnúmero de historias que hoy día ya nadie recuerda. Muchas de ellas aseguraban que el pájaro había volado en sus años mozos y que luego dejó de hacerlo por una promesa de amor. Otras sostenían que una princesa maléfica lo había condenado a arrastrar sus alas por toda la eternidad, pues ella envidiaba la libertad de las aves. Las más heroicas lo pintaban como un bravo pájaro que había sido mutilado por predadores de la especie. Sin embargo, ninguna acertaba la verdadera causa ni desentrañaba la razón de por qué existía un curioso ejemplar alado que no podía volar. Casi en el ocaso de la vida, cuando desvalido el pájaro necesitaba la ayuda del prójimo, un anciano lo recogió de la calle gélida. Luego de una amena tertulia mantenida con su longevo protector, el pájaro se sintió cómodo y le confesó al viejo su problema: no puedo volar, le dijo. El anciano lo miró con piedad y con tono paternal lo consoló: siempre pudiste, lo que sucedió es que tu misión era otra, fuiste diferente para que todos los demás fueran iguales. Nadie repara en todas las aves que vuelan, pues ésa es su naturaleza, pero sí lo hacen en aquélla que no puede hacerlo. Inspiraste a poetas y trovadores que contaron tu desdicha con las más bellas armonías, aunque de ello nada queda. Movilizaste a pintores que te han representado de mil maneras con tus patas en la tierra, pero todos esos lienzos se han perdido. Por años fuiste adoptado como símbolo de la iglesia del pueblo y recibiste a los feligreses –hoy ya muertos– posado en la fontana del agua bendita… ¡Pero yo quería volar!, gritó el pájaro con tono destemplado. Tú puedes volar –dijo el viejo–, pero el día que lo hagas nosotros te olvidaremos porque uno más serás. No obstante, ve y cumple tu mandato, pues tu destino es volar… y el nuestro, tanto peor, siempre ha sido el mismo: olvidar.
Ricardo Tejerina / 2011