Cartagena de Indias. RT |
En noviembre del año pasado tuve la oportunidad de conocer Cartagena de Indias, la tradicional ciudad amurallada colombiana, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1984, y uno de los lugares de residencia favoritos del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez.
Su origen se remonta al año 1533. Se encuentra situada en el territorio que ocupara originalmente el pueblo Calamarí, el que fue desposeído al igual que tantos otros, al tiempo que avanzaba la conquista española sobre América. Dada su estratégica ubicación sobre el Mar Caribe, muy pronto se convirtió en uno de los puertos más importantes de la región, razón por la cual debió ser fortificada y amurallada.
En la actualidad, la ciudad conserva todas las características de la etapa colonial, rasgos que quedan evidenciados en todo su diseño y patrón arquitectónico, hecho que la dota de una singular belleza y un altísimo valor histórico y cultural. Los cartageneros suelen decir que su ciudad es un museo a cielo abierto y que por las noches brilla como la perla más refulgente del Caribe. A fe digo que no faltan a la verdad. Recorrer sus calles estrechas, iluminadas con luces amarillentas, atiborradas de artesanos y vendedores ambulantes, cercados todos por la imponente muralla y custodiados por el Fuerte de San Felipe de Barajas (una asombrosa construcción de arquitectura militar), supone encontrarse en cada esquina con una historia remota y asombrosa, lo que de por sí constituye una experiencia singular y emocionante.
El cristianismo, que llegó junto con los españoles, también tiene en Cartagena algunos lugares paradigmáticos: como ser el Convento de la Popa que data de 1606, ubicado en el cerro del mismo nombre, y donde el culto a la Virgen de la Candelaria (la virgen negra) reemplazó al del macho cabrío originario, luego del episodio conocido como “el salto del cabrón”. Desde la altura del convento, coronado por una maciza cruz que desafía a la intemperie, se puede observar la imponente Bahía de Cartagena y así perderse en el lejano horizonte donde se funden mar y cielo.
Y ya que estamos en una de las ciudades adoptivas del Gabo, la magia del lenguaje no podía faltar. Debo decirles que siempre me ha asombrado la locuacidad de los caribeños y en particular la de los colombianos. Vaya uno a saber por qué motivo el decir de este pueblo es tan pintoresco y agradable. No deja de sorprenderme la facilidad con que se expresan y la armonía de las construcciones que utilizan. En verdad les digo que tiendo a advertir un tono poético en cada conversación mantenida con uno de ellos.
Si valen algunos ejemplos, me serviré de los siguientes para confirmar lo que sostengo: siempre se presentan por su nombre de pila y acostumbran a engalanarlo con algún sobrenombre o cualidad que ellos mismos se adjudican u otros le han endilgado, inmediatamente se demuestran serviciales con su tradicional latiguillo “a la orden”, del mismo modo que se despiden con el afectuoso “con gusto”, después de habernos deleitado y seducido con un “chévere” o un “claro que sí”. También suelen utilizar verbos que suavizan la comunicación, relegando a todos aquellos más nuestros, que se revelan con mayor carga imperativa. Por caso, nunca nos dirán “firme aquí”, sino que utilizarán la forma “me concede una firma”, o lo que es más agradable aún, en lugar del contundente “dame” dicen “me regalas”, toda una definición de su cultura manifestada en la manera de hablar.
De tal modo, mi visita a tierras colombianas no pudo ser mejor. Me he encontrado con una ciudad sincrética que amalgama lo originario con lo colonial, habitada por un pueblo cálido y cordial que se manifiesta con una frescura natural y una espontaneidad admirable, con un omnipresente orgullo de sus raíces y siempre presto a irse de rumba o empinar un ron.
Así las cosas, Cartagena de Indias, tal vez no sea un sitio para volver, sino, más bien, una tierra para quedarse.
Hasta la próxima mirada.
El Ojo Críptico