sábado, 22 de enero de 2011

RETRATO DEL ALMA

Amedeo Modigliani
I
      ¿Quién sabe cuál es el ideal de la belleza? ¿Está definida sólo por lo que vemos y podemos procesar a través de los sentidos? ¿O se trata de algo más? Quizás deliberadamente sutil y delicado, tal vez inasible, de seguro intangible, pero sin lugar a dudas perceptible…
-          “Cuando conozca tu alma, pintaré tus ojos…”[1] –sentenció el artista, mirándola fijo.

II

Sobre la acera yace un cuerpo femenino, aunque la vida cegada la trasciende a ella misma. Minutos antes, la mujer del artista se arrojaba al vacío ahogada en llanto. Ha de ser infinito el dolor que, violento y brusco, apagó la propia existencia y la que estaba pronta a alumbrar. Su amor, su hombre y compañero, había muerto días atrás...

III

La vida del artista fue en extremo corta, pero su obra por demás prolífica. Por largo tiempo pintó retratos y desnudos. En una ocasión, años antes, como de costumbre, había bebido mucho, de modo intenso, copioso, furioso incluso. Manchas de aquel exceso ultrajaban su camisa. Los ojos cansados pero renuentes a cerrarse, se posaron en el dormido y desnudo cuerpo de una bella modelo, agotada por la espera.
            La blancura de la piel tersa de la joven, contrastaba con las manos del artista, teñidas de infinitos colores y matices. Al tiempo que se acercaba, las limpió con algo de torpeza sobre su torso, imprimiéndose en el pecho un improvisado arco iris. Le apoyó una de ellas en el hombro, e intentó ladearla para observarle el rostro. La joven, acostumbrada a las solicitudes del artista, continuó su dormitar, permitiendo de tal modo que él la recorriese con su mirada incisiva y pertinaz.
La silueta perfecta, grácil y melodiosa, que descansaba sobre un retinto manto rojo, por un momento logró confundirlo. Sintió pues deseos flamígeros, preludio de una pulsión carnal encendida. No obstante, la acarició leve, suave, como lo hacía con sus telas. La acomodó con afecto y la dispuso en posición para la nueva pintura.[2]
Tímidamente, le juntó las piernas, dejando a la vista el entallado triángulo de su pubis. Luego, le cruzó el brazo izquierdo por detrás de la nuca mientras le separaba apenas el derecho, exponiéndole con intención las axilas. La joven abrió entonces los ojos y solamente atinó una módica sonrisa, él asintió con la cabeza y volvió al lienzo, destinatario final de su pasión irrefrenable.

IV

París de principios del siglo XX resplandecía. La ciudad de los amplios bulevares del Barón Haussmann, la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo del Carrusel y el Moulin Rouge, fue, por derecho propio, la cuna del arte moderno. Del más refinado y exclusivo y también del provocador, transgresor y bohemio. Así vivieron los artistas, todos ellos oscilando en los extremos y atizando las pasiones. Así escribieron su historia Pablo y Amedeo,[3] la del ibérico narrada desde el principio y la del peninsular por el fatídico final.
Nunca la grandeza es de uno solo. Sorprendentemente, cada genio ha tenido su tenaz contendiente, siempre opuesto, extravagantemente diferente, decididamente distinto. Presumo que no es mera casualidad.
Considero que, entre otros motivos tanto o más importantes, también se trata de una cuestión de espacio. Todo junto no cabría en un solo cuerpo, porque semejante bagaje de ningún modo puede ser atesorado en una sola alma. Las distancias en pugna la exigirían hasta su límite, producirían un big bang espiritual, inaceptable para el universo. Por ello fueron Aquiles y Héctor, Julio César y Marco Antonio, San Pedro y San Juan, Shakespeare y Cervantes, Picasso y Modigliani… De algún modo, los unos han sido por los otros y viceversa.

V

            Cerca del final, la mujer que tanto amaba y que ahora yace muerta, monopolizó toda su obra...
La luz iluminaba tenuemente las líneas de su cara, lo suficiente para que él pudiera trasladar aquellos rasgos sobre el lienzo demandante. Cada vez que la pintaba, sabía que profundizaba el conocimiento de su ser.
Cuando el artista pinta goza. En cada deslizamiento de pincel desborda una emoción. Las tonalidades de la paleta son el lenguaje con el que su alma se expresa; la mano, es la ejecutora de un designio superior, el ojo asiente complacido cuando se yuxtaponen los planos de la realidad y la ficción, recreando la nueva dimensión producida por el arte. Ella, su mujer, melancólica y etérea, asoma ahora entre colores.

VI

El invierno parisino es exigente, impiadoso, a veces involuntariamente cruel. La nieve cubre las calles de blanco inmaculado. En una de ellas, sombría y silenciosa, un delgado hilo carmesí tiñe la superficie y se hunde entre los gélidos y húmedos cristales. El frío de la muerte armoniza con la cruda estación desangelada. Ni siquiera el calor de un vientre en cinta conmueve a la ventisca. Es el cielo el que se ocupa, displicentemente, de brindar congelada sepultura.
-          ¿Por qué te dejaste caer? ¿Por qué te adelantas a tu tiempo? El fruto de nuestro amor no debiera ser nonato. ¿Vienes entonces a mi encuentro porque me amas, o lo haces porque no me perdonas que te haya dejado sola en vida? De cualquier modo ya estás aquí, y yo contigo…–le dijo el artista a su mujer, que yacía inerte.

VII

            El Rotonde[4] vibra con cada mágica presencia, guarece en su seno a los pinceles más diestros y los enfrenta a una hoguera de vanidades. Año tras año su tradicional certamen reaviva las disputas, pero a cambio ofrece gloria.
Mientras tanto, el artista, ebrio de talento y pletórico de inspiración, descubre el cuerpo femenino, lo sublima quitándole los velos, exponiendo la sensualidad libertaria de la piel, derrochando un erotismo singular connotado de sentidos. Cada línea sugerida escandaliza a las apreciaciones dominadas por un juicio timorato y puritano.  
Tal vez, ya no tuviera duda alguna de que la belleza se roza en un instante y se vuelve epifanía. Él podía ver dentro de las personas, las despojaba de cualquier vestido, las desnudaba con sólo apreciarlas, por ello pintaba esos cuerpos estupendos, desataviados y ofrecidos, pues no había velo que se interpusiese entre el artista y su modelo.
¿Cómo superarse? ¿Cómo lograr trasponer el límite de la perfección, para volverla entonces más humana en el portal de lo divino? No pintaba para ganar dinero, no pintaba para vivir con lujos, no pintaba para los demás. Pintaba para aproximarse al milagro, para merodear el ideal, para concederse un paseo por el Edén cada vez que un lienzo lo absorbía. Sin embargo, sabía que su destino lo esperaba, y que él, a su tiempo, acudiría.
VIII
Curiosamente, la mujer del artista quedó inmortalizada justo antes de morir y en el umbral de dar a luz. Si bien él ya la había pintado en otras ocasiones, esta última fue, quizás, la más sublime. No por ser la más lograda, sino por tener impregnado todo el sentimiento del artista, que ahora sí había conseguido avizorarle el alma toda. No hay un centímetro de su superficie que no trasunte un amor desconsolado, un amor irrenunciable, un amor eternizado en un bastidor que lo protege del insondable abismo que es el tiempo.
Sabido es que hay caminos que se interceptan, porque mutuamente se requieren, cual cara y contracara. Como Montescos y Capuletos[5], sufrieron y penaron la mujer y el gran artista. Hay destinos que se cruzan fatalmente, de manera peligrosa, caprichosa y temeraria. Cada tanto, agua y aceite se desafían nuevamente, olvidando la memoria, con la secreta esperanza de fundirse en uno solo... aunque ello es imposible.
IX
-          Amor mío, no me he dejado caer, con mis últimas fuerzas he volado hasta ti. No me he adelantado tampoco, debes saber que mi tiempo ha concluido con el tuyo. No quiero la vida si no es a tu lado, no entiendo el mundo sino a través de tus pinturas y no veo la claridad si no me llega por tus ojos. El fruto de nuestro amor está aquí, junto a nosotros, nuestra otra hija, tan amada, habrá de contar tu historia, me he despedido de ella y te he despedido a ti también, con la certeza de un próximo reencuentro. Vengo entonces porque te amo, porque no he dejado de amarte nunca y porque cuando caía sentí que tú acudías prontamente, sosteniendo así a mi alma. Me preguntaste si no te he perdonado por dejarme sola en vida; no temas, de nada te culpo, sólo agrego que olvidaste decirme a dónde ibas, pero igualmente te he encontrado... De hecho estoy aquí, y tú conmigo... –clamó la mujer del artista con su cuerpo yerto como fondo.

X
Cuando acabó el retrato estampó su firma al pie. Se retiró unos pasos de la tela para contemplarla en perspectiva. El gesto de su cara denotó la aprobación. La representación de la mujer embarazada era perfecta.
Ella tenía ansiedad por verse en ese lienzo. Cuando lo hizo un suspiro le detuvo el respirar, pues percibió la revelación del alma propia a través de la profundidad de aquellos ojos que, desde la tela, la miraban.
El artista tomó la mano de su mujer y con sincera devoción le dijo:
-          Ven, es tarde ya. Vayamos a descansar, al apagarse la última luz de este cuarto, tú brillarás para siempre. Cuando sea tiempo envuelve la pintura y has que llegue al certamen del café de los artistas.[6] Por nombre llevará el tuyo,[7] pues no encuentro otro que sea capaz de definir algo que es superior al propio amor.
XI
La mujer hizo los arreglos pertinentes para que su retrato llegase hasta el café Rotonde. Aún cubierta, la obra fue colgada a continuación de las demás. El magnífico salón se preparaba para vivir otra histórica jornada. Sus hijos dilectos, todos ellos, embellecieron sus paredes.
La admiración veía superados sus límites con el descubrimiento de cada uno de los trabajos más excelsos. El arte fluía en el ambiente, lo inundaba. Los mejores pintores de la época ofrecieron lo más inspirado de cada uno. La belleza fue tomada por asalto.
Picasso sorprendió pintando a Modigliani. Modigliani lo superó al pintarla a ella, a sus ojos y a su alma.
- ¡Bravo! –exclamó el genial Pablo–. Y el público, emocionado hasta las lágrimas y de pie, ovacionó al artista ausente.
XII
-          Tengo frío –dijo ella.
-          Adonde vamos no lo sentiremos –respondió él.
-          ¿Quién recogerá mi cuerpo? –preguntó la mujer.
-          Nuestros amigos lo harán, ya no mires atrás –aseguró el hombre.
-          ¿Me amas? –requirió ella.
-          Lo hice en vida, y lo hago ahora, lo sabes –confirmó él.
-          Ya no podrás pintarme, no tienes tus colores... –sentenció con tristeza la mujer.
-          No creas, los traigo aquí en mi pecho, donde hubo un corazón, ahora tengo el arco iris... –concluyó el artista.
Algunos hombres consternados cargaron el cuerpo extinto de la mujer de Modigliani. Uno de ellos, con sincera ternura le cerró los ojos, sabía con certeza que su alma ya no estaba allí.[8]

Ricardo Tejerina / 2009


[1] Frase dirigida a Jeanne Hébuterne, atribuida a Amedeo Modigliani.
[2] Desnudo rojo con los brazos abiertos, pintura de Amedeo Modigliani.
[3] Pablo Picasso y Amedeo Modigliani.
[4] Café Rotonde en París, lugar de encuentro de la elite artística.
[5] Familias enfrentadas en la novela “Romeo y Julieta” de William Shakespeare. Alegoría del autor, dada la condición de judío de Modigliani y católica de Jeanne Hébuterne.
   [6] Certamen anual de arte organizado por el café Rotonde, del que participaron pintores de la talla de Soutine, Cocteau, Utrillo, Rivera, Picasso y Modigliani, entre otros.
  [7] “Jeanne” Retrato de Jeanne Hébuterne, pintura de Amedeo Modigliani.
  [8] NOTA DEL AUTOR: El presente relato, si bien se inspira en la vida y la obra del pintor italiano Amedeo Modigliani (Livorno, 1884, París, 1920),  no pretende reflejar la sucesión real de los hechos, tal cual ocurrieron en vida del artista, sino que, a partir de ella, se edifica una personal visión de los aspectos más íntimos que la vida y la muerte nos producen.