viernes, 18 de febrero de 2011

CUENTO DEL HADA Y EL ÁNGEL

Dante Rossetti

-         Y tú... ¿Eres feliz? –preguntó el hada.
-   Creí que lo era, ahora, descubro lo mucho que me has faltado... –respondió él ángel.
            Y su sentencia resonó en los oídos de ella como la más dulce música proveniente del Paraíso prometido o de La Atlántida tan soñada. Lo sintió subido a su nube tan alta, lo invitó a guarecerse en su regazo y le regaló una amplia sonrisa, llena de deseos, de chispeantes sonidos y de ese candor tan suyo y maravilloso.
            Uriel, cuyo nombre se debe a que de algún modo guarda en sí una llave cual terrible secreto (aquélla que en otras manos devendría fatal, pues nadie es más indicado que él para recibir en custodia aquello que resulte ser tan valioso como implacable), sintió el amor que lo inundaba, que le brotaba y florecía, que irradiaba e iluminaba con su fulgor cada rincón de su alma peregrina... Y cedió ante aquella dama que le tendía su mano blanca y delicada para guiarlo por el camino que –previamente– había construido para ambos, aún sin conocerlo.
            Ella, que tímida esbozaba historias de amor enamorado, amor del puro, del verdadero, del más angelado sentimiento, del que se apodera del poeta, del que presumen las musas, del que templa corazones y enciende las pasiones, del que atraviesa el tiempo y que por tan sublime deseo se hace eterno, sucumbió en las aguas claras de esos amores tan grandes, que te esperan cual designio del destino cuando ya no has de venir... Y lo descubrió de a poco, porque se lo bebió de golpe. Y lo miró desde lejos, porque lo advirtió inmediato. Y lo idealizó maravilloso, porque lo sabe corriente. Y lo amó con locura, porque sublevó su cordura.
            Juntos, una tarde soleada desafiaron al Libro de la Vida, que prudentemente los había incluido, mas en hojas diferentes, en capítulos separados, en historias inconexas, en tiempos tan distantes y en espacios tan distintos.
            Pero el Libro de la Vida siempre puede ser reescrito cuando dos almas se unen en silencio penitente y en él inmolan sus sentires. No hay letra que por escrita no pueda también ser cambiada, pues el final de esta historia, ellos lo saben, aunque en parte, está en sus manos... Y quizás sea un principio. Tal vez un nuevo comienzo, una travesía dentro de otra, un relato que no acabe.
            Y la tarde tornó en noche con la tormenta gestándose, y el cielo se cerró sobre ellos con sus ojos extasiados. Y fue así que vio azorado ese amor tan excelso y él también se enamoró cuando los amantes le contagiaron sus deseos más románticos. Y entonces pidió por ellos, por ese amor alocado, sin razones ni motivos. Se hizo cómplice fabuloso y conspiró por la causa. Pidió al Señor de Señores que les conceda el milagro. Habló a favor de esa hada, suplicó por ese ángel, que, al unísono y rogando, por aquel amor clamaban.
            Dios entonces, tan justo y tan severo, se avino a presentarles mirada, los conminó a que dijeran a cuánto estaban dispuestos. Ellos no pudieron, no supieron, las palabras habían partido, los sonidos se escurrieron, el temor los invadía en sus almas indivisas. Y así fue que el Señor de todos los tiempos tuvo gran misericordia de ese amor tan postergado y lo bendijo diciendo:
-         Querido Uriel, bienamado, devuélveme tú la llave, pues no hay mortal secreto que no te haya sido revelado. Ya no entrarás al Abismo, pues en el amor de tu hada, ella y tú, resultan salvos.

Ricardo Tejerina / 2009