viernes, 13 de mayo de 2011

LOS RELATOS DE LA REALIDAD

Sábat

En el momento en que me dispongo a escribir esta columna habitual me entero por la radio de que hay un nuevo corte en la Panamericana, que un manifestante fue arrollado por un vehículo que se desplazaba sentido a Capital, que el reclamo original (de choferes de la Línea 60) toma otras derivaciones producto del accidente, que los automovilistas por enésima vez quedarán varados en el camino, que la crispación es una constante y que el clima se suma al pandemónium haciendo que las nubes cargadas desparramen su llanto, el que no encontrará ninguna redención repiqueteando sobre el asfalto.
Confieso que iba a escribir sobre otro tema, algo relacionado con el arte moderno y los efectos de la crítica (prometo hacerlo para otra entrega), pero de súbito he cambiado drásticamente de idea. A decir verdad, no puedo escribir sobre arte luego de mimetizarme con la realidad cotidiana. Sin ir más lejos, recuerdo que un par de días atrás veíamos azorados como un hombre acuchillaba a otro en la guardia de un hospital de la ciudad de Buenos Aires (sin consigna policial), o como la víctima de un nuevo secuestro express relataba su odisea y la de su familia, agradeciendo el poder vivir para contarlo. De este modo podría seguir enumerando hechos que, por repetidos, no debemos naturalizar. Justamente, a esta idea de que todo lo que sucede –y nos pasa– es “natural” quiero referirme.
Valiéndome de una opinión bastante compartida en el campo de la sociología, partiré de la premisa que reza: “no hay nada natural en las relaciones sociales”. En efecto, lo que asegura esta suerte de máxima es que todo responde a una “lógica de construcción”. Así como la humanidad es capaz de construir edificios y catedrales, también lo es de construir relaciones de poder, instituciones, escenarios de conflictos, dialécticas, etcétera.
Entiendo que estamos siendo atravesados por un “relato” que intenta mostrarnos que la actual realidad es la “consecuencia natural” de una treintena de años anteriores, contados a partir del inicio de la última dictadura en 1976 y finalizados en 2003. Ergo, momento en que se produjo “la refundación ética, política y económica de la Argentina”. Sé que suena grandilocuente, pero a fe digo que no son pocos los divulgadores del mismo y que de seguro serán muchos más los dispuestos a creer.
Sin embargo, no es “natural” que se corten las arterias de tránsito, ni que la gente acampe en las calles, ni que se tome el espacio público, menos aún lo es que el Estado se retire de sus responsabilidades, que la policía deje de custodiar organismos sensibles como los hospitales (por razones de diferencias políticas entre gobiernos), o que las personas sean emboscadas, secuestradas, asaltadas o asesinadas. Tampoco las causas de estas situaciones se encuentran en los treinta años anteriores. Por el contrario, parecen estar mucho más cerca, intuyo que algunas son casi inmediatas.
Lo más curioso de ese relato, de esa dialéctica, consiste en la frase de barricada que aparece cuando se extinguen las vacuas explicaciones y que parece tener poco de democracia y nada de respeto y tolerancia: “muchachos hay que aguantársela, las cosas son así, estamos naciendo de nuevo y los partos son dolorosos, al que no le gusta… se jode”. De esta manera todo queda comprendido y justificado. En definitiva, naturalizado, porque la mires por donde la mires: “la realidad es así, campeón”.
Pues no es así. Bastante antes de la eruptiva militante de estos días, a la que adscriben muchos jóvenes con aspiraciones de funcionarios posmodernos, hubo otras generaciones que le pusieron el pecho a la dictadura del ’76. Antes, durante y después, resistieron anónimamente y se comprometieron con ahínco. O pretenden olvidar que fue precisamente la Argentina la única nación que enjuició y condenó a los dictadores genocidas en el tránsito a la democracia que atravesaba toda América Latina, infestada de mesiánicos, autócratas y cómplices acomodaticios, y muy a pesar de las dificultades y presiones que se cernían sobre aquel joven gobierno de recuperación democrática. Eso tampoco fue natural, fue valor cívico y patriótico. Tanto que hoy en día en países hermanos del continente el tema está todavía irresuelto.
La apropiación simbólica que hace una parcialidad de la lucha muchos otros es, en sí, un acto autoritario. Para bien o mal, la Argentina no nació en el 2003, pero a las formas con las que hoy convivimos se les hizo el campo orégano a partir de ese preciso momento. Todo atisbo de pluralidad cuesta demasiado. Si viene Vargas Llosa a la Feria del Libro, hay un escándalo previo que llega hasta cartas abiertas y pedidos de veto de intelectuales locales que lo repudian sin más trámite pidiendo desinvitarlo (lo que terminó por acrecentar la trascendencia del discurso del Premio Nobel peruano que, en rigor de verdad, pareció un tanto anacrónico y forzado, puesto que osciló entre las tensiones del escritor notable, el político confuso y una identidad perdida). Si Plácido Domingo quiere cantar, debe primero ponerse el overol del trajinado negociador y acercar a las partes que mantienen un ancestral conflicto, que vuelve “natural” a la imposibilidad de funcionamiento razonable del Teatro Colón. En paralelo, San Lorenzo y Vélez, por caso, debieron jugar a puertas cerradas en la cancha de Boca porque no se podía garantizar la seguridad (ni siquiera así funcionó) y la fiesta del fútbol sirvió una vez más para calentar la pantalla de Canal 7, emisora estatal donde confunden todo el tiempo lo que es público (de todos) con un fenomenal aparato de propaganda al servicio del gobierno. Todo esto mientras días atrás, Hugo Chávez –en lo que fue un increíble desafío a cualquier prudente entendimiento– era distinguido en La Plata con un premio a la libertad de expresión. En fin.
En este punto, luego de la fatiga reflexiva a la que nos obligan las vicisitudes de nuestro país, recuerdo que quería escribir sobre arte moderno y los efectos de la crítica. Sólo diré que el arte moderno –tal como lo entendieron las Vanguardias– es el rompimiento con el pasado clásico, y que la crítica –siguiendo la senda propuesta por Kant– es el poder de juicio y la emancipación a través de la razón. De alguna manera: el primero haciendo y la segunda valorando, miran siempre hacia el futuro.
Dicho esto, tal vez todos consintamos que lo expuesto hasta aquí no resulta para nada ajeno a una columna dedicada a la cultura, ¿no les parece? Ya veo, hay quienes no resistirán la tentación de decir: naturalmente que no...

Ricardo Tejerina / 2011