domingo, 22 de mayo de 2011

QUÉ ASÍ SEA (Un milagro para ti)

Paul Gauguin


Para Roberto

Una mañana otoñal llegó el hombre hasta la puerta de la iglesia vacía. Sólo una mujer tullida estaba en la escalinata en actitud mendicante. Compasivo se inclinó sobre ella, acarició su cabello y le dio algunas monedas. Luego, como tantas otras veces entró, mojó su frente con agua bendita, se persignó y se acomodó unos minutos en una de las bancas de las últimas filas. Unos días antes le habían diagnosticado una cruel enfermedad, tan ponzoñosa como asintomática en el comienzo. Algo atribulado, pero sin pensar ni por un solo momento por qué a él le ocurría, deambuló por los pasillos laterales de la basílica. Se detuvo un par de veces. La primera enfrente del Sagrado Corazón, la segunda a los pies de la Virgen de la Sonrisa. Sintió cierta emoción. A pesar de su entereza no pudo evitar dos o tres lágrimas peregrinas que se le deslizaron por las mejillas. Del bolsillo trasero derecho de su pantalón extrajo un pañuelo y secó su rostro. Casi sin darse cuenta se sentó en uno de los confesionarios, en el lugar reservado para el cura confesor. De pronto escuchó una voz que lo requería. "Necesito un milagro, un don para alguien a quien amo profundamente, debe sanar pues aún no es su tiempo y su vida es luminosa" –le dijo el arribado-. El hombre no atinó palabra. Sorprendido, vaciló en decirle a quien le hablaba tras la rejilla que él no era un sacerdote, sino, apenas, otro más que, estoico, sufría en solitario. "¿Me has escuchado? –insistió la voz–, necesito un milagro y sólo tú puedes hacerlo". ¿Yo? –pensó el hombre- Ojalá pudiera, a buen puerto vas por leña, si supieras lo que a mí me pasa… "Dadme mi milagro y te dejaré en paz" –escuchó de nuevo-. Entonces el hombre, con cierta piedad, concluyó que no tenía nada de malo darle esperanza a quien la pide con devoción resuelta, aun no siendo él cura. Ten fe, él te escuchará, que Dios te bendiga. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… –le dijo-. "Amén" –escuchó-. De un salto salió del confesionario y buscó a quien le hablaba. La iglesia estaba tan vacía como cuando había llegado. Confundido salió a paso bravo. En la escalinata estaba sólo la mujer tullida. ¿Has visto salir a alguien? –preguntó el hombre-. No –respondió la mujer–, sólo lo he visto entrar a Él -y señaló al Cristo de la entrada-. Dijo que necesitaba un milagro para ti.    

Ricardo Tejerina / 2011