viernes, 20 de mayo de 2011

PARA ARDER

John Constable

A veces pienso: ¿para qué escribo? No siempre concluyo lo mismo. En ocasiones, me quedo a mitad de camino, me pierdo por una diagonal y creo que olvido la causa de mi meditación. En uno de esos devaneos tuve una suerte de revelación. Se me ocurrió que en un lugar remoto había un hombre que escribía todo aquello que no podría recordar tiempo más adelante. Sucede que cada vez debía escribir más, porque cada vez recordaba menos. Que llegó hasta el punto de tener que hacerlo sin descanso, pues el olvido inmediato lo perseguía de modo cruel. Que cuando ya no pudo más, su mente se blanqueó fantasmagóricamente. Que olvidó que escribía, tanto que dudaba de volver a intentarlo. Desde ese mismo momento comenzó a leer. Antes escribía porque olvidaba, ahora leía para recordar. Leyó cada página que había escrito y no encontró nada que le pareciera valioso o al menos digno. Entonces, quemó todas sus notas, apuntes, fichas e historias para que nadie -nunca jamás- pudiera saber lo que había escrito alguna vez y leído otras tantas más. Sin embargo, el hombre envejeció adolorido por lo que había hecho, aunque sin nunca más escribir ni leer sino hasta el instante postrero. A las puertas del final decidió reparar de algún modo el daño que había hecho y del que también era víctima penosa. Resumió toda su obra en un manojo de palabras: “Escribí para arder, por eso entregué mi letra al fuego, sólo así comprendí que el recuerdo es el olvido que no fue”. Ese hombre siempre pensó que una sola frase con sentido justificaba una vida completa dedicada a la escritura. Claro que tampoco consideró a ésa merecedora de un bien mejor y, con un dolor indescriptible, antes de cerrar sus ojos, a las llamas famélicas también se la entregó.

Ricardo Tejerina / 2011