sábado, 24 de marzo de 2012

LA TROMPETISTA DE LOS OJOS COLOR MIEL

Anónimo

Cinco noches en New York tenía por delante. Eran los días previos a la Navidad y toda la ciudad tenía el alboroto propio de las jornadas preparativas de las fiestas. Más acostumbrado a los climas cálidos y tropicales, el invierno neoyorquino no me sentaba tan bien. 
Durante el día tenía las obligaciones corrientes de un ejecutivo extranjero en la casa matriz de una típica multinacional. El hotel era el lugar obligado de las escalas diurnas y la lujosa cárcel de las noches insomnes y solitarias.
Con inglés latinizado me abrí paso comunicativo. Luego de pasar dos noches en duermevela decidí aventurarme en la gran manzana. Con atuendo gris y abrigo discreto caminé por las calles de la ciudad, sin desatender a la prudencia que me recomendaba no alejarme demasiado.
Las luces, el bullicio y el gentío me intimidaban más de lo habitual. Creo que pensé que los hombres no eran muy elegantes y que las mujeres devenían demasiado fugaces. Trataba de buscar con la mirada los ojos de alguna, como si buscara a esa pasante de la que habla Baudelaire, pero no. Todo resultaba lejano y algo díscolo.
Un pizarrón callejero ubicado en la puerta de un bar llamó mi atención. Mágicas noches de jazz y blues prometía un cartel adherido a él. Miré hacia adentro del lugar a través del resquicio que dejaba el grueso cortinado carmesí que se desplegaba detrás del ventanal del local. Unas pocas personas mataban su tiempo con más pena que gloria. En el fondo, sobre una módica tarima que hacía las veces de escenario, creí advertir una silueta femenina sentada sobre un taburete alto y con una trompeta como única compañía.
Con curiosidad mezclada con reserva entré y me acomodé en una mesa cercana a la intérprete pero algo lateral. De fondo sonaba una pista grabada y sobre ella la mujer improvisaba sus notas con delicada seguridad. El largo cabello le llegaba a la cintura, mientras que el vestido descubría adrede una sola de sus torneadas y largas piernas. A medida que tocaba se movía de manera acompasada. Primero giró y me dio la espalda por completo, luego volvió a su posición habitual, y finalmente me miró de frente.
Sus ojos color miel confesaron a mi mirada al ritmo del blues más triste y melancólico. En la penumbra selectiva del lugar esa mujer trompetista desnudaba mi alma errante y solitaria. Hubiera querido besarla, asirla por la cintura y atraerla hacia mí. Sin pensarlo me incorporé y quise acercarme más, pero mis ojos la buscaron en vano. El taburete vacío dispuesto sobre la tarima que hacía las veces de escenario daba un testimonio de ausencia inexplicable.
Me dirigí a la barra y con mi aceptable inglés latino le requerí al barman por la trompetista de los ojos color miel. El hombre sonrió, pero no con intención de burlarse, sino con algo de piedad amalgamada con ternura. Acá, y en casi todos lados, los trompetistas siempre son hombres –dijo.
Abochornado busqué la salida, pero antes de que pudiera ganar la calle una mujer de larga cabellera y provocativo atuendo entró de súbito al bar y se acomodó en la mesa que yo había abandonado. La silueta de un trompetista  vestido de gris se dibujó sobre el taburete y sus miradas se cruzaron.  
El barman me miró y sonrió otra vez. Mientras tanto, yo supe que sólo debía esperar.

Ricardo Tejerina / 2012