Pablo Picasso |
Coria, durante la Navidad de 2011.
Querido Rafael, sabes que yo no escribo cartas a menudo y que tampoco lo hago muy bien. Soy un tío moderno y me manejo por textos en el celular o por el chat, allí puedo abreviar y usar palabras raras o inventadas para la ocasión, pero en la cartas, ni modo, así que prepárate para una reprimenda.
Te cuento que he recibido tus confesiones y que las he leído en medio de los festejos de la Nochebuena. ¿Te ha ocurrido algo malo? Porque te expresas fatal. ¿A qué se debe ese voseo reverencial? Nunca me escribiste de tal modo, ¿te ha afectado tu voto de silencio? ¿O es, acaso, que en el convento hablan así? ¡Ah! Ya veo, a ti todo se te pega, como las mujeres bellas e inteligentes. Pero mira que eres un personaje, Rafael.
Durante años he sido tu paño de lágrimas, ¿quién sabe más de Consuelo y Soledad que yo? Ni tú, creo. Te juro que si me gustaran las mujeres te envidiaría –sanamente– pero con todas mis fuerzas, porque son dos tías extraordinarias. De lo mejor que Dios ha puesto en esta tierra. Y tú… un verdadero saltimbanqui, y del todo incorregible. No obstante, si no te ofendes, te diré todo lo que pienso, pues un amigo sincero no se calla. Ahora, sírvete un trago, siéntate y sólo lee. Los que nunca escribimos, cuando lo hacemos, vamos por todo.
El amor es cosa seria, Rafael, porque la vida lo es, a pesar de que le hagamos de vez en cuando alguna finta. Por más que hayas logrado convencer a las dos tías y formalizar ese triángulo a partir de un equilibrio de cristal, creo que debieras analizar todas las aristas de un problema tan complejo; pues nosotros, los que somos de buena madera, con los sentimientos de los que amamos no embromamos. Permíteme ponerme serio, creo que tengo autoridad para sostener lo que te diré.
Tú me conoces bien, tenemos una amistad que se remonta a los años de la escuela cuando ambos estábamos allí, en Madrid. Fue entonces que me di cuenta de que no me sentía atraído por las niñas, y fuiste tú quien me consoló por las palabras crueles y las bravatas de los otros niños. También fuiste tú el que retempló mi espíritu y el que me convenció de que podría decirle todo a mis padres y que ellos me querrían igual o más, y más tarde me diste el ánimo para –también– proclamarlo al mundo entero, porque a fin de cuentas, cada quien es como es. También fuiste tú quien lloró junto a mí por mi primer desengaño y el que me dio el primer cigarro. Vicio que tú dejaste y que a mí se me ha adherido como sanguijuela. De hecho acabo de encender el segundo y apenas voy por el quinto párrafo.
Mi querido, tengo 30 años, el cabello con reflejos dorados y la piel bronceada, soy bien parecido y los pantalones me calzan justo. Eso indica que aún soy joven y deseable, pero sé que no durará para siempre. Tú también lo sabes: lo bueno, se nos escurre como el agua entre las manos. Todavía puedo andar de aquí para allá sin compromisos ni ataduras viviendo la vida loca, comprarme un sombrero panamá y viajar a Cartagena de Indias para encontrarme con mi amor de verano –que por supuesto es joven y bello– y que me desea tanto como yo a él. Pero –siempre hay un pero–, ¿qué pasará mañana? ¿A dónde irá a parar mi amor? ¿Y dónde queda nuestro hogar? ¿Quién nos esperará al regresar y nos recibirá con un beso familiar? Te imaginas que me asustan las respuestas. ¿Vas comprendiendo lo que digo? Sé que sí.
Me encanta Consuelo, es tan linda y generosa. Recuerdo esa noche que vino desconsolada a mi casa que queda tan lejos (desconsolada, que ironía) porque se había enterado que tú la engañabas con Soledad. Nos bebimos algunas copas y nos fuimos de tapas. ¡Qué velada!, mi querido. Yo no hice más que hablarle bien de ti entre bocado y bocado. ¡Sabes cómo te quiero, papanatas! Veo que he tenido éxito, pero es hora de poner en caja todo, porque, como tú dices: “todo lo que no se resuelve, vuelve”.
También adoro a Soledad. ¡Qué brillante es esa tía! Con ella visité el Prado cuando trajeron a los maestros impresionistas y yo estaba de paso por la gran ciudad; que por cierto no hace tanto. Hizo que me rindiera ante Renoir. A fe digo, como si fuera el principal de tus salieris, que: “una conversación con ella es el placer más acabado”. ¡Cómo y cuánto te quiere, mi querido! Pues que debes ponerte los pantalones largos y resolver la encrucijada. Si hay algo que no merece Soledad, es estar sola, esperando lo que, posiblemente, nunca llegue.
Rafael, ¿sabes con qué sueño? Con una familia. Quiero casarme y tener hijos. Arroparlos en las noches, hacer los deberes con ellos desparramados en el piso de la sala, o cuidarlos si están enfermos, para luego verlos correr como gacelas por el parque. Quiero el abrazo fuerte de mi amor, sentir su cuerpo tibio junto al mío, y despertar al alba sin la incertidumbre que me produce el despunte del sol en mi ventana, y así, poder envejecer juntos y apaciblemente. Quiero una vida común, no marcada por el prejuicio al diferente. Pero, aún yo no estoy listo, pues mi vida es un tanto disipada y no quiero ver sufrir a los que amo. El amor es generoso, Rafael, no egoísta.
Por todo esto, mi querido, es que te digo, como bien lo decía Ortega, que uno es uno y sus circunstancias. La felicidad es algo que no se consigue al mercadeo. También la vida es la que baila al compás de Santa Rita, aquella santita a la que le endilgan que lo que te da, de hecho te quita. Sé que es duro Rafael, pero te mentiría si te dijese que todo puede continuar así. Más tarde o más temprano tendrás que sincerar tu corazón y tomar la más difícil decisión. El amor de verdad exige todo, mi querido. No resiste en el tiempo el intento de un corazón partío en dos.
Así las cosas, tal vez sí, Consuelo se case en un futuro con el joven notario de Madrid, tenga sus niños y la sonrisa le surja plena en su hermoso rostro. Déjala libre, Rafael. Si la amas como dices, échala a volar, porque ella merece todo de un hombre y no sólo una parte. Y puede que también Soledad cumpla a pies juntillas con su más íntima vocación, dedicando su hermosa vida al misericordioso Señor que hace tanto que la aguarda. ¿Quién otro la ha acompañado en sus desvelos solitarios y tristezas más recónditas? Si en verdad la quieres, déjala ser sin que tu última lágrima la haga llorar a ella también.
¿Sabes qué ocurre, Rafael?, el amor de verdad exige que des más de aquello que te falta, y no menos de lo que te sobra en cantidad, que por cierto, es mera hipocresía. Pero… ¡qué dolor!, amigo mío, lo entiendo más que bien, y tú lo sabes.
Tú eres un tarambana, mi querido. Pero también eres un buen hombre. Haz que no sufran Rafael, las cosas no son a cualquier precio, sino como deben ser. Sé el mejor amigo de ambas y no el peor de sus compañeros. Con el tiempo, ambas lo sabrán apreciar, ya verás.
Notas que me he puesto grave. Pues ya basta. Acabo de tirar al suelo el cenicero que desbordaba de colillas. ¡Qué horror!, ha quedado todo hecho un desastre. Voy a limpiarlo… no, mejor después.
¿Qué te parece si te vienes unos días a casa aprovechando el fin de año? Ven con Consuelo y también con Soledad. Compartamos juntos el momento sublime de encausar esta relación tan particular que a todos nos convoca. Convirtamos la indignidad del engaño en el virtuosismo perenne de la amistad más entrañable. Seamos todos para uno y uno para todos, del mismo modo que Dumas juramentó por siempre y para siempre a los hidalgos Mosqueteros, en ese caso singular donde tres, en definitiva, siempre eran cuatro… ¡cómo nosotros!
Ay, mi querido, hasta aquí llego. Y te confieso que no te he llamado porque de ese modo te obligo a venir “para ponerle fin a tu condena”.
Mira que ya estoy esperando. Besos del corazón.
Manuel J
PD: ¿“Creéis vos” que yo podría encajar en el convento? ¡Ni que lo digas! ¡Cómo te quiero, bribón! Me voy a barrer este chiquero y a contar las horas que faltan hasta que lleguen por aquí.
Ricardo Tejerina / 2011