Recuerdos de Finisterre, Editorial Dunken |
El género cuento es, tal vez, uno de los preferidos de los escritores de todos los tiempos. Hay en el mundo literario un cierto consenso que posiciona al narrador bostoniano Edgar Allan Poe –autor de joyas como: “El extraño caso del señor Valdemar”, “La carta robada” o “Los crímenes de la calle Morgue”– como la referencia más luminosa en la constelación de eximios autores que con su talento contribuyeron a la merecida consolidación del relato breve.
Paralelamente, nuestra América Latina ha dado cuentistas de excelencia: Borges, García Márquez, Cortázar, Rodolfo Walsh y Horacio Quiroga no pueden faltar nunca en ninguna reseña de los puntales del género; porque obras como “Funes el memorioso” o “Las ruinas circulares”, “Sólo vine a hablar por teléfono”, “Casa tomada”, “Cuento para tahúres” y “La gallina degollada”, siempre van a la vanguardia de cualquier lista que se precie. Ya lo decía aquel otro extraordinario autor argentino que fue Adolfo Bioy Casares: “el propósito primordial de nuestra profesión es contar cuentos”.
Y, ¿qué se entiende por contar cuentos? Avanzar en un relato sin resuellos. En el cuento lo importante son los hechos que se cuentan. A diferencia de la novela, en el cuento el narrador está ávido por llegar al desenlace, pero con la prudencia necesaria tendiente a lograr que su relato no se desplome, sino que derive. Un título bien escogido, una breve introducción, un certero nudo con un puñado de personajes, y un sorprendente y definitivo desenlace, son los atributos de un buen cuento.
De tal modo, como dignos herederos de esa ilustre estirpe de narradores y tributarios de las obras de aquellos grandes, los nóveles autores que tengo el honor de presentar, dibujaron sus historias con la ilusión de que sus relatos encuentren infinitos compañeros en el remanso de la lectura.
El esfuerzo que hace Editorial Dunken publicando estos valiosos y sensibles cuentos, está plenamente justificado por la calidad y profundidad de todos ellos; los que he seleccionado a conciencia entre aproximadamente doscientas propuestas, para los muchos lectores que sé, se apropiaran de esta obra y la apreciarán como merece.
Las variopintas miradas de nuestros autores me han sumergido tanto en hondas cavilaciones, como en momentos jubilosos y afables. La aparente heterogeneidad de los temas por ellos escogidos no es tal, cuando, siguiendo lo que sostenía Jorge Luis Borges, asumimos que siempre se ha escrito sobre lo mismo: la vida, la muerte y el amor; pero también siempre de manera diferente, como si en cada nueva oportunidad se tratase de una epifanía.
A fe digo que se trata de un haz de relatos logrados que, primero, honran a la escritura y luego, logran entretener, cuando no convocar a la íntima reflexión o a la más auténtica emoción. Los hay más extensos y analíticos con reminiscencias ontológicas y espirituales; también concisos y certeros que sobrevuelan la escena costumbrista, los afectos más próximos y el propio barrio (en más de uno de estos se advierte la influencia de la virtuosa prosa de Alejandro Dolina, al servicio de la inspiración de nuestros autores); no faltan tampoco los que se valen del lenguaje directo, provocador y visceral; ni los que se atreven (y con gran acierto) a internarse en culturas, geografías y conflictos distantes; del mismo modo que brillan por presencia los relatos que recuperan nuestra historia e identidad; y los que transitan por el realismo mágico, la paradoja y la metáfora, el ingenio naif, o, incluso, lo inverosímil al estilo Cortázar, o el apócrifo borgiano. Todos, como si estuvieran conjurados, conforman una suerte de legado.
Fue así que, a partir de ellos, surgió Recuerdos de Finisterre, porque creo que todos estos cuentos son testimonios de nuestra literatura contemporánea para las mujeres y los hombres de hoy y del mañana. Son los relatos de la “tierra última” fotografías imprescindibles de nuestro tiempo o de los tiempos pretéritos, porque Finisterre es el límite de nuestro espacio físico, pero también el comienzo de la experiencia estética a través de la creación y la lectura.
Sepa, amigo lector, que tiene entre sus manos un objeto con poder transformador, dado que un libro eso es, y éste, en particular, no resulta ajeno a esa definición, pues al leerlo sentirá que sus páginas le hablarán de modo confidente, y que sus personajes se acomodarán en su sala junto a usted, con la naturalidad de un buen amigo.
Adéntrese sin reparos en la experiencia de estos recuerdos literarios, tenga por seguro que son el mejor antídoto contra el olvido de lo que fuimos, y la certera profecía de lo que, inevitablemente, habremos de ser.
Dicho esto, y sin más dilaciones, vayamos juntos a los cuentos.
Ricardo Tejerina