Pablo Picasso |
Madrid, 20 de diciembre de 2011.
Querido Manuel:
He vuelto a las andadas. Vos bien sabéis que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra… pues yo he caído y he hecho un pozo, amigo mío.
Supongo que recordáis mis escarceos con Consuelo y también con Soledad… no, no es lo que estáis pensando. No es con ellas la cuestión, o sí, pero no del modo que vos creéis. Ambas están bien, una se jacta de no necesitarme y la otra de haberme olvidado. Ten paciencia y déjame que te cuente, sabéis que si me apuráis no lograréis sacarme bueno.
Pues bien, prosigo. Como gato maltrecho he lamido mis heridas. Como solo había quedado me recluí en un convento –en realidad en una abadía– e hice un voto de silencio, aunque no de castidad (tal vez hubiera sido preferible mantenerme célibe –domando así al cabrón que habita en mí–, que tener que callar cuando hablar debía… ya veréis). Sucede que por ese entonces creí más conveniente cerrar la bocaza y no parecer muy listo, a abrirla y confirmarlo.
Al principio todo iba bien. Con los hermanos me entendía a la perfección: labraba la huerta, llevaba la ropa al fregadero, cuidaba la colmena y enceraba los pasillos; siempre en silencio y con el mejor de los ánimos. Tanta fue la eficacia que demostré respondiendo a esas duras exigencias que el Abad decidió conferirme otras responsabilidades de mayor envergadura… Ay, mi querido amigo, sé que adivináis que el diablillo metió la cola… y yo las patas, hasta el cuello y más. Espera un poco, que sudo a mares de sólo recordarlo, espera un poco, Manuel.
Sucede que este buen hombre creyó, a partir de mi pertinaz mutismo, que estaba ante la persona ideal para el manejo de la correspondencia. Claro, vio en mí al adalid de la discreción; lo que no sabía era de mis peripecias con las cartas, los correos electrónicos y los recados. En fin, con todo aquello que es sencillo, en tanto y en cuanto no haya que atender salvedades, excepciones, omisiones, tratamientos diferenciales y tantas cosas más. Fíjate que si hasta aquí he llegado, fue por haberle remitido a Consuelo el correo de Soledad, y a Soledad el de Consuelo. Lo recordáis, ¿no es así?
Bueno, voy al grano. Debí decir: no, gracias. Explicarle al Abad los motivos, contarle mi historia, darle mis razones… pero estaba en voto de silencio, ¿cómo hubiera podido? Si hablando me hubiera llevado horas, imagináis que por señas no era posible. Sólo asentí con la cabeza querido amigo, sólo asentí, y cavé mi fosa en medio de un silencio atronador (notáis que he usado un oxímoron, eso es mi vida, un oxímoron, siempre dos fuerzas diferentes y opuestas que revuelven mi cordura).
Yo debía leer las cartas, clasificarlas y derivarlas a los encargados correspondientes, excepto las personales dirigidas al Abad o a los hermanos, ésas no tenía que abrirlas, sólo entregarlas y ya. En cuanto a los correos electrónicos, la tarea era concreta. Nada más debía responder: “Tomado conocimiento, nos pondremos en contacto a la brevedad, que Dios os bendiga”. De vez en cuando tenía que llevar alguna esquela en mano a la Nunciatura y aguardar la respuesta. Eso era todo… ¡Y cuánto!
Sucedió que una mañana del Señor, desperté bastante atribulado. En las noches anteriores no había dormido bien, pues estuve azotado por las penas del corazón. Durante varias veladas estuve llorando en solitario las penurias de mis amores idos. ¡Caray! ¿Te dais cuenta? Todos mis caminos conducen a ellas. ¿Qué he hecho para merecer esto? Ya lo sé, no lo digáis, ni falta que hace.
Continúo, pues. Algo confuso, me dispuse a encargarme de mis tareas. Como no estaba muy seguro de si tenía que abrir o no la correspondencia del Abad (estaba ido Manuel, casi no había pegado un ojo en varios días), resolví que leer un par de cartas no le haría mal a nadie. Más aún, siendo que el Abad estaba de viaje, y que, tal vez, podría haber algo imprescindible, o algo urgente. Para ser sincero, la estaba pasando de madre. Me sentía importante sentado en el escritorio del Abad, tutelado por un imponente crucifijo y rodeado de libros, estampitas, fotografías y diplomas. Si me hubierais visto, querido amigo… me sentía como un obispo. Si hasta bromeaba con los hermanos –en silencio, desde luego– y les estiraba la mano para que me besaran el anillo que no tenía. Pero, lamentablemente, lo bueno, no dura para siempre.
Grande fue mi sorpresa cuando abrí la primera carta. En ella, la sobrina del Abad le comentaba que esperaba que sus desdichas terminaran, dado que iba a casarse prontamente con un joven notario de la ciudad, con la ilusión de que el tiempo, a su paso, les trajera el bendito amor. Ocurre que la pobre muchacha también describía con nostalgia el fin abrupto de una relación anterior en la que había involucrado su corazón y sus sentidos. Parece que el ex novio de ésta se entendía con otra al mismo tiempo. ¡Rayos!, pensé yo. Y seguí leyendo. Por alguna razón tendí a pensar que el tío de mentas no era un mal hombre; pero claro, ya lo dicen: “el banco de la fidelidad no acepta depósitos en cuentas diferentes”. (Si al menos lo hubiera sabido antes, algo se me habría ocurrido). A medida que avanzaba en la crónica de la dama, yo más me involucraba. Ni te digo que me estremecí e hice causa común con ella –con la exponencial fe de los conversos– cuando sentenció que no perdonaría al Don Juan, puesto que hombres así ella “no necesitaba”. Querido Manuel, cómo decirte lo que falta… ¿Podéis creerlo?, la misiva llevaba la firma de Consuelo. Sí, ¡mi Consuelo! ¡Me parta un rayo! Lo sé, blasfemé en lugar sagrado, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Bueno, en fin, lo que hice al cabo de unos días, escribirle a Consuelo y decirle que la amaba…
Espérate, espérate hombre, que esto no acaba aquí. ¿Creéis vos en el destino o en la providencia? Yo sí, y Dios sabe cuánto… en el destino incierto y en la providencia que no llega. Fijaos lo que ocurrió: no salía yo de la turbación en la que quedé sumido, que sobre llovido fui mojado. Para olvidarme de esa carta me aboqué a otros menesteres. Como un clavo saca otro clavo, creí que el compenetrarme en la correspondencia virtual –a pesar de mis antecedentes y desafortunados equívocos– me alivianaría de tormentos. Después de todo, sólo tenía que responder la frase hecha, ésa que ya te he comentado más arriba. Estaba yo respondiendo mecánicamente los correos hasta que, forzosamente, en uno me detuve. El mismo así decía: “Estimado Abad Pedro, mi nombre es Soledad (Soledad… ¡mi Soledad!, no me digáis que no estoy perseguido por una estampida de elefantes obstinados), fui su alumna pupila hace muchos años, cuando usted nos preparaba para la primera comunión y yo le decía que quería ser monjita. Desde entonces lo llevo conmigo en mi sufrido corazón. Querido Padre Pedro, estoy tan triste, me enamoré del hombre equivocado, de un Casanova, que lo que tiene de mujeriego lo tiene de querible. Yo siempre fui recatada, mucho incluso, pero con él… Ay, padrecito, si hasta en las juergas más disparatadas me he sentido a gusto. Pero así no puedo seguir, lo he llorado como loca durante meses enteros. Sin embargo, ahora sí, ahora estoy firme, como una roca. Ya lo he olvidado. Ahora sólo quiero volver al camino que había abandonado. Le pido su santísima recomendación para iniciarme de novicia. Su segura servidora. Soledad”. Te imagináis que debía cumplir con la formalidad. Debía responder que prontamente nos pondríamos en contacto. Así lo hice querido Manuel. Así lo hice, pero no pude evitar agregar mi inicial y un subrepticio “Te quiero”. Después de todo no faltaba a mi voto de silencio…
Y bueno, querido amigo, henos aquí, mi alma y yo. Sospecho que huelgan las palabras, ya que cuenta te dais de que, en efecto, sigo enamorado de Consuelo y también de Soledad. La reclusión de poco me ha servido porque no hay muros ni barrotes que detengan a los asuntos del corazón, porque, a no dudarlo, los amores de verdad son libres como el viento. Naturalmente, querido amigo, ambos sabemos –y muy bien– que todo lo que no se resuelve, vuelve. Y así es como debe ser.
En cuanto a mí, aquí estoy, habiendo dejado el último recado en la Nunciatura y sin esperar contestación. También, escribiendo a más no poder… claro, por el voto de silencio, que lo mantengo, aunque ya no he de volver al convento. Hazme un inmenso favor, ¿queréis?, telefonéame apenas recibáis esta carta, pues estoy necesitando un amigo, un amigo para hablar, y así terminar esta condena.
Rafael, mudo pero no célibe.
PD: Discúlpame, lo olvidaba, te desean una feliz Navidad Consuelo y Soledad, que por supuesto están aquí, conmigo, ¿dónde más?
Ricardo Tejerina / 2011