Kasimir Malevich
|
La nada, el vacío, la insonoridad, la ausencia de olores, colores y texturas… la nada. Todos los días eran iguales, el hombre entraba al café, saludaba con un gesto módico y hacía la seña de “un cortadito”, combinación de ademán y labios mudos. Julián, el mozo de siempre, al ratito se lo llevaba hasta la mesa. Está bien caliente, le decía, y se daba la vuelta. El hombre lo miraba retirarse y cuando Julián apoyaba la bandeja sobre el mostrador escuchaba que el fulano le pedía el vaso de soda de cortesía que nunca le daban. Las horas pasaban monótonas, sin nada que alterase la calma agobiante de la rutina vacía. El hombre se entretenía mirando a través del ventanal cómo el semáforo cambiaba de estado, siempre igual: la misma secuencia, los mismos intervalos, las mismas duraciones. El avance de la sombra denunciaba el paso de la hora. Ya de tarde, el hombre se incorporaba discretamente, dejaba un billete de diez y pensaba por qué nunca se atrevía a pedir “el mango” de vuelto. ¡Va con propina!, le decía a Julián, antes de salir por la puerta vaivén. Gracias, decía Julián. De nada, decía el hombre, de nada...
Ricardo Tejerina / 2012