jueves, 30 de diciembre de 2010

LA VENGANZA DEL PICAFLOR

Roy Lichtenstein

Permítanme hoy contarles la historia del picaflor. Bien sabrán ustedes que con esa simpática apelación al también llamado colibrí, definimos coloquialmente al hombre palpitante que encuentra en cada falda la ocasión para un oportuno galanteo.
¿Es acaso el inofensivo Don Juan, cultor del piropo o la ocurrencia halagadora, un devoto lujurioso que ofende la moral pública? ¿Hasta dónde el varón convidador tiene margen sin caer en el mal gusto? ¿Puede, en verdad, confundirse el festejo de la fémina con el burdo atropello a la dignidad de las doncellas? Se me ocurren mil respuestas.
La insinuación del hombre a la mujer es un acto que se remonta en el tiempo cual barrilete de amoríos. Desde el origen, el varón fue deslumbrado por la curvilínea figura femenina. Por tal motivo, todo caballero halagador será tributado por sus congéneres en esas extensas y amenas tertulias dedicadas a la evocación incondicional del naif flirteo, aquél que lleva milenios de gozos compartidos.
Pero sucede que la modernidad ha histerizado las relaciones entre los sexos. En la era de la apología de la imagen (o del mirame y no me toques) todo entra en confrontación y se desvirtúa. El contacto y el roce –y aun más–, la amistad y la compañía, pueden ser defenestradas y mal tildadas de acosos interesados, cuando no pasan de ser modestísimas expresiones de una ingenua seducción, la que, por cierto, ni siquiera espera recibir la recompensa del cariño o tolerancia de la joven (o de la mujer madura, según sea), puesto que es llevada a cabo por el descendiente legítimo del original macho cabrío, al sólo efecto de cumplir con el ancestral ritual del cortejo femenino.
Claro está que, como diría el filósofo urbano Alejandro Dolina, los lechuguinos de espíritu, aquellos que racionalizan las pasiones y viven del chisme y la censura, ven en cada chichoneo una amenaza, y bautizan carentes de buen gusto a los hombres de ley que arremeten frente a las muchachas pizpiretas, aun sabiendo que nunca tendrán una historia que vivir.
Estos sementales criollos, que reverdecen la gesta del primer hombre querendón, merecen algo más de respeto y una discreta simpatía, ya que el coqueteo de las musas de carne y hueso justifica el dolor de los poetas, el mismo que fuera derramado en cada verso triste y concebido en insomnes madrugadas producto de infinitos y amargos desengaños.
Brindo pues por las damas merecedoras, cuyo don y virtud no radica en la efímera belleza, sino en el espíritu jovial y entretenido al que el piropo dignifica; y también por el colibrí, o más bien por el picaflor, que ningún mal hace cada vez que ennoblece con su efímera visita a las variopintas flores del jardín de la conquista.
Ricardo Tejerina / 2010