lunes, 10 de enero de 2011

DESDE LA TORRE

Emily Dickinson
No me extrañaría que en alguna oportunidad varios de ustedes se hayan preguntado: ¿dónde están las mujeres en el arte? De hecho, esta columna –hasta hoy– no había desarrollado semblanzas de escritoras. Las crónicas precedentes correspondieron siempre a autores de género masculino. No se ha tratado de una omisión, tampoco de un soslayo, simplemente obedece a la realidad, que demuestra en los diferentes campos de actuación lo difícil que es para las mujeres trascender la dominación de sociedades y culturas configuradas en torno a jerarquías y comportamientos patriarcales. El arte no ha sido la excepción. Si les propusiera un breve ejercicio memorístico y los conminase a nombrar tres o cuatro autoras, pintoras o escultoras, con excepción de Frida Kahlo, estoy seguro de que no les resultaría sencillo. Por el contrario, si hablásemos de artistas hombres, seguramente, la mayoría podría hacer una selección muy acertada desde el Renacimiento hasta nuestros días. Pero, entonces: ¿no hay mujeres en el arte? Por supuesto que sí. En muchos casos lo transitaron anónimamente, en otros fueron literalmente desposeídas del reconocimiento autoral, más cerca en el tiempo –no sin penurias y destratos– lograron destacarse y quitarse el yugo que las mantenía aprisionadas en las sombras o en la periferia creativa. No obstante, las mujeres del arte se revelaron siempre extraordinarias.
La introducción no es caprichosa, tampoco una apología de género. Sucede que la protagonista de esta entrega, la escritora norteamericana Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts - 1830-1886), es un ejemplo perfecto de todo lo antedicho, puesto que pasó gran parte de su vida confinada en una habitación de la casa paterna y su obra fue retenida y ocultada, cuando no usurpada.
No es posible determinar con exactitud las causas que llevaron a la reclusión casi permanente de esta poetisa, pero el hecho remite a la figura poética romántica de la dama prisionera en la torre, a la espera de una salvación de amor que bien podía no llegar nunca. Tal vez no deba tomarse a la ligera esta posibilidad, pues por más ingenua que parezca, me pregunto: ¿qué otra razón resultaría más inspiradora para un poeta que la verdadera pena de amor?
 Sea como fuere, la obra de Emily –críptica y aleatoria– recién pudo conocerse a su muerte y esto implicó una dificultad adicional para establecer la correcta cronología de su trabajo. No es éste un dato menor, cada artista sufre mutaciones y variantes durante su trayectoria creativa, puede llegar incluso a abominar algunos de sus períodos o etapas y anclarse por más tiempo del debido en alguna otra, devenida intrascendente para el gran público. No existen más explicaciones para ello, así funcionan el arte y el artista, siempre de acuerdo a sus designios compartidos.
Por su historia vivencial tan ligada a la historia de la mujer en el arte y por su estatura literaria, que alcanza el “Olimpo” de los literatos en lengua inglesa, he querido tributar con el rescate de Emily Dickinson a todas las mujeres artistas. A las grandes y conocidas y también a las anónimas, modestas u olvidadas. A las escritoras y poetas, a las escultoras, pintoras, actrices, bailarinas, fotógrafas, cineastas y a las practicantes de los tantos otros lenguajes artísticos existentes. Porque las personas pueden encerrarse, por decisión propia o de terceros, mas no es posible encerrar al arte, pues éste es donde el artista, como nuestra heroína en la torre.


Ricardo Tejerina / 2010