sábado, 29 de enero de 2011

EPIFANÍA

William Turner

Esta historia me fue relatada por un singular hombre cuando viajaba en tren desde Sevilla hacia Cádiz, hace ya bastante tiempo. No sé por qué yo he sido su virtual confesor, ni tampoco sé por qué aún no he podido olvidar los pormenores de aquel suceso, sólo sé que se trata de una gran historia de amor, tal vez la última...
El tren se movía con su ritmo monocorde. Dado que tenía por delante más de ciento veinte kilómetros por recorrer, apoyé mi cabeza contra la ventanilla sintiendo resignado el golpeteo en una de las sienes. Quería dormir un rato, estaba cansado y no tenía nada mejor que hacer.
De pronto, un caballero alto, elegante, con gafas oscuras y algo mayor, me preguntó si me molestaba que se sentase a mi lado. Como puede suponerse, mi respuesta fue que en modo alguno. Colocó entonces su abrigo en el estante superior –junto a la pequeña valija que traía–, se acomodó la corbata y el saco y se sentó.
No terminaba él de hacerlo y yo de disponerme nuevamente a dormitar cuando me preguntó:
-         Joven, ¿conoció usted el amor?
¿De qué me habla este hombre? –pensé–. Quedé por unos instantes con los ojos entreabiertos y una mueca en la cara que involucraba al entrecejo y la barbilla remedando el típico gesto de asombro y desconcierto. Luego, lo miré y le dije:
-         No sé, tal vez, o no, ¿qué más da?
-         ¿Quisiera saber del amor entonces? –replicó el hombre.
-         Más me valdría enamorarme, pero como no creo que suceda –insinué.
-         Justamente, entonces le contaré.
Y así, de esta manera casi insólita, casual y del todo fortuita, recibí esta magnifica historia que me siento en obligación de divulgar, puesto que no creo que me haya sido dada sólo para mí; o cuanto menos: considero que el amor debe ser difundido, porque, en verdad, puede cambiar el destino de una vida, o de dos, o de mil.
De este modo, ese buen hombre comenzó su relato:
- Epifanía era una bellísima mujer. De figura espigada, cabello dorado muy claro y sonrisa plena. Sus ojos color caramelo eran tan vivaces que uno podía quedar hipnotizado de sólo mirarlos. Era en verdad una mujer alta, sus largas piernas podían envolverte y aprisionarte con el óptimo resultado de una eficaz terapia. Parecía mucho más joven de lo que en realidad era. Hay gente que tiene el don de no envejecer, hay gente que vive en todos los tiempos y en todos los espacios; que es como decir en ninguno, pues son insondables.
Epifanía era inteligente, sagaz, mordaz a veces, impredecible y oscilante. La tenías y no. Te acercabas y desaparecía. Era una paradoja. Como la pretensión de realidad de un holograma o la virtualidad poética de las nubes del ocaso, ésas que se tiñen de colores y tornasolan.
La conocí una noche de verano en un típico barrio andaluz. Compartimos una cena y una botella de vino que –prácticamente– ella bebió completa. Nos contamos la vida entera en apenas dos o tres horas. Cuando me relató sus dolores yo morí con cada uno de ellos. La advertí tan frágil, tan vulnerable. Era allí, entre dolor y dolor, que me besaba cortamente. Porque Epifanía es la dama de los besos cortos. Besos tan breves, como fatales y profundos. Besos impregnados de malbec y confesiones.
El hombre, que me miraba sin vacilaciones, me preguntó si entendía acerca de lo que hablaba. Respondí afirmativamente y me animé a preguntar:
-       Discúlpeme señor... No sé su nombre; pero usted dijo que iba a contarme acerca del amor y hasta ahora sólo habló de una mujer, tal vez hermosa, de una cena... No sé, imagino que habrá más, pero: ¿Y el amor?
Y el hombre continuó:
-         Pues bien, mi querido amigo...
-         Uriel, me llamo Uriel –respondí.
- Pues bien, amigo Uriel... vaya nombre. El amor es un sortilegio que poseen solamente algunas mujeres. El sortilegio les vino dado, conferido, está en todo su ser. Por ello, son mujeres que no habrás de olvidar. Mujeres que vivirán para siempre en tu recuerdo y en tu corazón, porque son portadoras del milagroso hechizo del amor. Son mujeres especiales, diferentes, aunque no únicas. Porque son de una clase, originales sí, pero no exclusivas. Las hay en diferentes lugares y a distintas horas, pero todas ellas se distinguen de las demás porque son simplemente finas y brillantes. Desde luego que también son bellas, inmensamente, pero la belleza es sólo un atributo menor entre los tantísimos otros que poseen. Son mujeres del Olimpo, son mujeres de reinos encantados y tierras consagradas, son deidades del cielo por venir, son aquellas capaces de angelar a un hombre con su solo roce.
Epifanía era de esas mujeres, de la casta de Helena de Troya, capaz de provocar la más grande guerra sólo por amor. De enamorar a Paris o a cualquier otro mortal con su docilidad y hermosura, pero siempre a través del beso fatal.
El beso, he allí la clave del amor, el vector del sortilegio. No hay amor sin beso, puede haber besos sin amor, pero nunca, jamás, amor sin beso. Es el beso el que transporta el impredecible encantamiento cuando se amalgama entre dos bocas. Pero cuidado, el elixir sólo llega cuando es ella la que te besa a ti. El hombre roba besos, la mujer los da... y cuando ella es quien los entrega... y cuando se trata de esas mujeres olímpicas, el extraordinario virus del amor entrará como torrente por cada poro de tu cuerpo y en tus sentidos. Se sentirá a gusto con tu alma y anidará en tu corazón acompasando cada sístole y diástole.
Epifanía es mujer material y etérea. Con el paso de los días, los meses y los años, hasta dudarás de su real existencia. Uno llega a cuestionarse todo, incluso la veracidad de los hechos. No obstante, ella, en su atemporalidad e inmensa dulzura te dará su señal. Te recordará su pluralidad de sentidos, para que no enloquezcas, para que no pienses que desvarías, para que confirmes que el amor no es apenas un sueño. Aunque lo es, en verdad, en tanto sortilegio.
Yo, incluso en este mismo momento que hablo contigo, Uriel vaya nombre, siento ese gusto a mujer en la boca, ese sabor aterciopelado del vino tinto que inunda de amor todo mi ser. Aún estoy en sortilegio, aún estoy a su merced.
-         ¿Y no sufre por ello? –pregunté curioso.
- No, disfruto, sublimo, adoro... Porque he sido tributado con la bendición de sentir amor. Amor del bueno, del verdadero, del que alborota sensaciones. Ese amor de las mujeres especiales, que sólo reciben en custodia los hombres diferentes. Ese amor que no es de juergas ni de embustes, ese amor que es de los aires y los vientos. Amor de horizontes interminables y mares bien profundos. Amor de un día, que vale por mil vidas y amor entero que hidrata los desiertos.
-         ¿Y cuánto duró ese amor entonces?
- ¿El amor? Posiblemente la vida entera. Aunque, la magia misma: lo que duró el vino mi amigo, lo que duró el vino y su ilusorio efecto. Es, de hecho, el amor perfecto. El amor más intenso vivido en un momento. El amor más dulce sentido en un instante. El amor más tierno, en un beso tan corto y tan certero.
-         ¿Y eso es el amor entonces?
- Ay, Uriel... ¡Cuántas preguntas que haces! Resulta que yo ofrecí contarte cuando tú estabas esquivo y ahora me requieres más allá de mis deseos. Eres terrible querido amigo. Voraz, insaciable. Buscas más de lo que tienes y tienes más de lo que necesitas.
-         Pero, señor, no sé su nombre.  Yo quiero conocer una mujer así –balbuceé.
- Tal vez ya la conoces, mira bien a tu alrededor... O tal vez aún no se ha presentado. Puede incluso que lo haga ya mismo, también puede que no lo haga nunca. Querido Uriel vaya nombre, recuerda siempre que el amor es un sortilegio. Dulce hechizo, portado por las mujeres especiales. Nunca entregues tu alma ni tus sentidos a quien no sea de esa estirpe. ¿Me harás caso?
-         Sí. En realidad no sé. Estoy confuso. Pero sí, sólo a esas mujeres.
- Bueno querido amigo, he de bajarme porque mi viaje ha llegado a su fin, lamento haberte dispersado de tu sueño.
-         Aguarde, señor. No sé su nombre –le reclamé.
El hombre tomó su abrigo y su maletín. De adentro de él sacó una tarjeta pequeña, blanca, con ribetes dorados y me la entregó diciéndome:
- De un lado encontrarás mi nombre... Simplemente soy D., del otro verás escrito el nombre de ella...
-         ¿Epifanía? –pregunté con ansiedad.
-          ¡No, Uriel! El nombre de la mujer que a ti te ama y que te aguarda, de tu reina. Epifanía es sólo mía.
Se detuvo, vaciló un momento, luego continuó:
-          Pero, mirándolo bien, en verdad sí, para ti será como una epifanía, pero de otra naturaleza, algo así como una revelación. Que la suerte te acompañe querido amigo. Te deseo que no te lleve la vida encontrar tu destino.
Y el extraño hombre, que se hacía llamar sólo D., bajó del tren y ya no lo vi más. Tampoco he vuelto a saber algo de él.
De todos modos, he revivido varias veces aquel trascendente episodio desde el mismo momento en que sucedió. Creo que por ello, la figura de ese hombre permanece indeleble en mis retinas. Tanto es así que: mientras escribo estas líneas, en un bolsillo de mi camisa, el más cercano al corazón, conservo su tarjeta aún.

Ricardo Tejerina / 2008-09