lunes, 17 de enero de 2011

EN EL NOMBRE DE ÉL

Ernest Hemingway
La presente es la última de las doce crónicas dedicadas a los grandes autores de los siglos XIX y XX. No puedo negar que siento tanto la satisfacción que reporta la certeza de la tarea cumplida, como la inminente nostalgia que suele aparecerse en las cercanías de todo final.
            Debo confesar, nuevamente, que la selección que he efectuado ha sido tan arbitraria como honesta. Tal como lo había adelantado, para mitigar las cuestionables omisiones de algún autor y la incorporación de otro, siempre me he valido de notas de color o apostillas que me han permitido destacar –aunque no más que brevemente– las trayectorias de aquellos que por diferentes motivos no formaron parte de la pretoriana elección inicial. Pido pues disculpas a los lectores y seguidores por si no me ocupé de su escritor favorito. Más aun, sepan que sólo pude valerme de mi criterio, preferencias y competencias personales, tratando siempre de no alejarme demasiado de la objetividad histórica y del marco conceptual más aceptado y compartido.
            Esta última huella será pues para el escritor norteamericano Ernest Hemingway (Illinois, 1899 – Idaho, 1961). Podría haber sido también para Johann Wolfang von Goethe, Gustave Flaubert, Antón Chéjov, o para Thomas Mann, el magnífico autor de Doktor Faustus o La muerte en Venecia y también Premio Nobel como el autor de Por quién doblan las campanas. Todos ellos –y tantos más que ya han merecido nuestra atención desde estas páginas–, forman parte de la mayor virtuosidad imaginable en el campo de las letras. Esta columna ha sido, en esencia, nada más que un modesto tributo a cada uno de estos grandes autores y una pequeña pero entusiasta herramienta al servicio de la divulgación cultural.
            Sin más digresiones, ocupémonos del Premio Pulitzer de 1953, Ernest Miller Hemingway.
Dueño de una personalidad entre oscura y depresiva, fue un escritor prolífico y prodigioso. Tanto es así que buena parte de su vasta obra fue editada de manera póstuma, tal el caso de la afamada novela París era una fiesta.
            Durante muchos años este hijo de un médico aficionado a la pesca vivió en Cuba en una morada llamada Finca Vigía. Durante su prolongada estancia insular escribió una novela extraordinaria de terrible contenido dramático y existencial: El viejo y el mar.  En ella, Hemingway narra la historia de un anciano pescador que se aventura en soledad a mar abierto y se debate en una pelea desigual en la que arriesga la vida y pone a prueba su temple llevándolo hasta más allá del límite razonable, merced a una enjundia desbordante fundada en los más caros valores del pescador y el hombre cabal.
            En otro orden, la descendencia de Hemingway también ha logrado notoriedad por distintos motivos. Padre y abuelo de escritores, los genes “H” resultaron indisimulables. Sus nietas, Margaux, y Mariel, llamaron de inmediato la atención de Hollywood por poseer una belleza inusual y ser rutilantes herederas de la singular estirpe. La mayor de ellas, víctima de un lacerante y crónico estado depresivo, se suicidó el 1° de julio de 1996, en las vísperas de un nuevo aniversario del nacimiento del célebre abuelo paterno. El deceso de Ernest Hemingway se produjo por un disparo de escopeta que él mismo se habría infligido, en circunstancias aún hoy no aclaradas con suficiente precisión.
Ni siquiera su definitiva partida pudo evitar que muchos hechos posteriores fueran también explicados –crípticamente– en el nombre de él.

Ricardo Tejerina / 2010