domingo, 30 de enero de 2011

DEUDA DE SANGRE

José Curia

La noche anterior, cuando Gómez se iba del garito, escuchó al negro Alonso, un matón conocido que ya se había cargado algún cristiano, decir:
-          Quedé en ir mañana a las cinco de la tarde a lo del gordo Papalardo… le debo cinco mil pesos, me va a esperar sentado, en un rato me rajo para Montevideo, tengo a la yuta en los talones…
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La última calle la caminó despacio. Era invierno, el hombre llevaba sombrero, bufanda y guantes. El peso que sentía en el bolsillo derecho del pantalón le recordó que traía todo lo que debía para saldar su deuda. Por un instante, pensó en volverse, pero desistió de la idea, a fin de cuentas ya había llegado.
 Apoyado en el escalón de la entrada hizo sonar el timbre dos veces. Unos ojos yertos asomaron detrás del postigo. Con cierto desgano y titubeo, una mujer abatida le franqueó la entrada. Él, con la voz ligeramente cascada, sólo dijo: Soy Alonso –si bien se apellidaba Gómez.
          Conocía el camino. Ya había estado allí, aunque hacía mucho tiempo. En el fondo del descuidado patio, cuarenta metros después de la entrada, una puerta entreabierta lo esperaba.
-          Por fin llegaste Gómez, te demoraste, hoy esperaba a otro. ¿Viniste disfrazado? –le dijo un hombre obeso, que aguardaba sentado en un banco enclenque.
-          Hace frío respondió el recién llegado–. Y agregó: Con respecto a la demora… no alcanzaba a reunir lo necesario, no fue fácil.
          El gordo Papalardo se incorporó y con familiaridad le puso una pesada mano sobre el hombro izquierdo, al tiempo que con la otra le acicaló la bufanda.
-          Bueno, ambos sabemos que las deudas de juego se pagan. Aunque, esta vez, no se trata de dinero… –le espetó el corpulento hombre.
-          Siempre lo hice, soy buen pagador, nunca me quedo con lo que deja de ser mío. Sucede que ahora me reclamas algo que es de la Yoly… –respondió Gómez.
-          No te reclamo nada que tú no hayas puesto en juego. Dame las tres cadenas de oro, incluso la que tiene el dije partido, y puedes irte por donde has venido –insistió Papalardo, demostrando que conocía muy bien lo que había ganado.
-          Te has vuelto huraño con los años. Aún no toleras que ella me haya elegido a mí y te dejase… Es todavía una mujer hermosa, quizás sea lo único valioso que gané en toda mi vida… y sabes que ni siquiera estaba en juego, simplemente, tú la perdiste. Aquí tienes las cadenas –y el hombre extendió su brazo con las tres, dentro del puño apretado.
-          ¡Eres un bastardo! Nada más recupero lo que es mío. Yo las gané en buena ley. Esa percanta, ya no está conmigo, ¡pues entonces las cadenas de oro vuelven a mí! –sentenció el acreedor y abrió su mano para recibir la valiosa y dorada paga.
Gómez lo miró fijo. Sintió que esa última ofensa lo justificaba aún más. Luego, se dispuso a darle las cadenas. Al entregárselas, comenzó a presionarlas sobre la palma del hombre que, nervioso, intentaba zafarse. Éste, casi lívido le recriminó:
-          ¿Qué haces, imbécil?
-          Te doy tus cadenas, incluso la del dije partido, tal como lo deseabas…respondió el deudor, mientras aumentaba la presión, siempre con sus duros guantes puestos.
Gómez sintió como el dije, partido y filoso, se le incrustaba en la carne al robusto hombre que luchaba por soltarse. De pronto, un rudo y certero cabezazo, hizo que Papalardo, inconsciente, se desplomase golpeando mortalmente su humanidad contra el piso. Un hilo de sangre sentenció ese último juego, en el que uno de los dos lo perdió todo.
         Sin muestra de piedad alguna, Gómez tomó las tres cadenas, quitó de un tirón el dije partido y ensangrentado, y otra vez atravesó el largo patio, ahora con destino de salida. Una vez en el vestíbulo miró a la mujer desgarbada de ojos ciegos y lamentó su destino de paupérrima ama de llaves. Se le acercó y puso entre sus manos, delicada y cuidadosamente, cada una de las tres cadenas de oro.
         Ella, lo buscó en vano con su mirada extinta.
-          Soy Alonso, sólo vine a pagar, nunca me quedo con lo que ha dejado de ser mío… –dijo Gómez, con la voz ligeramente cascada.
Luego, observó su reloj, marcaba las cinco y veinte… Ya en la calle, arrojó el dije por una alcantarilla y, pensando que, de ser necesario, Montevideo siempre es una buena opción, por donde vino, se marchó.

Ricardo Tejerina / 2009