martes, 11 de enero de 2011

EL DESENCANTO DE LO BIZARRO


Muchas veces la simple novedad vuelve atractivas a cosas que no lo son de un modo más sincero. Es una sensación efímera, pasajera, puesto que “no se puede engañar a todos por todo el tiempo”, pero no por ello podemos asumirla como menos real. Por tal motivo es que, aun teniendo el vuelo corto de la perdiz, no podemos sustraernos de algunas de sus consecuencias.
Lo que vimos en la TV masiva durante los últimos años han sido, en verdad, irrupciones de una pluralidad de formatos y de personajes que funcionaron inversamente a la idea de progreso, pero que al mismo tiempo resultaron harto convenientes a los caóticos vientos posmodernos; esto es, que se revelaron cada vez menos agradables con el correr del almanaque.
Pero, la pregunta no es por qué vemos lo que vemos, ya que la respuesta es muy sencilla y consiste, simplemente, en que lo hacemos porque es la novedad impuesta del momento, producida por aquellos que vale la pena saberlo no consumen lo que venden. En consecuencia, el verdadero interrogante es por qué el oligopolio conformado por las factorías del entretenimiento nos ofrece casi con exclusividad esos programas y esas personalidades que merodean sin remordimiento alguno la vulgaridad, producto de un escaso o nulo virtuosismo. En igual sentido se orientan las arrogancias verbales y los exabruptos reiterados de algunas famosas figuras de distintos ámbitos (que otros tantos se ven obligados a consentir o disimular), tal vez por tener que cuidar el costado más venal y cruel del “show”.
¿En verdad nos merecemos esto? No lo creo. Tiendo a pensar que estamos siendo dominados por una premeditada oferta de los que manejan los hilos de los medios y que no hemos encontrado la manera, aún, de hacer prevalecer el poder que tenemos como público y más extensamente como ciudadanos, pues estamos todavía creciendo en lo que respecta a institucionalidad y al ejercicio pleno de nuestros derechos.
El filósofo canadiense Marshall McLuhan, hace ya varios años acertó una frase que no ha perdido la mínima vigencia. Decía: “El medio es el mensaje”, y con ella anticipaba con precisa lucidez la influencia que tendrían los medios en la construcción, precisamente, del mensaje, al que intuía que llegarían incluso a reemplazar. Los canales de TV dominantes saben muy bien cómo mantener elevada la “temperatura de su pantalla”. Ello implica que saben que a falta de una búsqueda muy concreta (un programa específico, una película determinada, un partido de fútbol, etc.), el espectador tenderá a detener su zapping en las sintonías de las emisoras más instaladas y mejor ubicadas en la grilla. De ese modo, y con esas prerrogativas, los líderes de audiencia deciden los contenidos, a sabiendas de que contarán con el público que tradicionalmente los busca y también con “el que apenas los encuentra” a falta de mejores posibilidades o por simple rutina.
Utilizando con total discrecionalidad las ventajas de las que todavía gozan, han moldeado o adquirido formatos de renta fácil y personajes vacuos acordes a ese escaso nivel de exigencia con los que intentan demoler la resistencia de quienes se rebelan contra esa nada, persistiendo tozudamente en el mal gusto, en la frivolidad y en la exposición de innecesarias miserias, del todo compatibles con el consumismo enajenante. Por su parte, las mímesis, las repeticiones y las secuelas episódicas de escándalos, agravios e insólitas actitudes reproducidas bajo el formato de resúmenes periodísticos (que reiteran hasta el cansancio y a todo horario lo mismo), han hecho el resto.
No obstante, tengo por seguro que la era del vacío ético y estético que impera hoy en los medios de comunicación audiovisual no podrá evitar “consumirse” en el propio agotamiento sensible y espiritual que produce, puesto que en tiempos largos y vistos en perspectiva, estos períodos generalmente terminan por ser advertidos como confusas transiciones en pos de algo mejor. Vamos pues hacia un desencanto de lo bizarro, el que si bien devendrá tardío, en el porvenir resultará inexorable.


Ricardo Tejerina / 2011