jueves, 13 de enero de 2011

LA SUERTE DE JORGE

Leopoldo González Andrade

¿Quién no sintió alguna vez que la suerte se pondría por completo a su favor? Esa sensación tan especial, única y extraordinaria que acontece cuando los planetas parecen alinearse en sutil y cósmica conspiración. ¿Se trata en sí de una ilusión?
Algo de eso percibió Jorge el martes aquel, al enterarse de que sería él quien recibiría el pago de un siniestro importante por cuenta de terceros, puesto que Ulises Hoffman, el Tesorero de la compañía de seguros donde trabajaba desde hacía más de veinte años, había caído repentinamente en cama y estaría ausente un par de días.
La noche anterior había cenado con un grupo de gente vinculada a los distintos oficios de la industria del turf; peonada, capataces de stud, algún que otro jockey y, entre ellos, José Lociero, un avezado y diestro “compositor”[1], con el que lo unía una pequeña confianza, producto de haberlo asesorado tiempo atrás con algunas pólizas.
Jorge era bastante reservado, de figura prolija, cabello lacio y repeinado, que junto a las patillas y barba candado bien recortada lo hacían verse atildado y discretamente elegante. Pisaba ya los cuarenta años y sabía que su oportunidad estaba al caer. Varias veces merodeó la fortuna, tanto en San Isidro como en Palermo pero, por una cabeza o varios cuerpos, la agraciada e indómita dama de la suerte siempre al final se le reveló esquiva.
Quizás esta vez fuera diferente, quizás esta vez fuera la vencida. El hábil cuidador mencionó tener una anotación interesante para la cuarta carrera del miércoles en San Isidro. Le habían asignado el partidor número cuatro, no era el mejor, pero no estaba mal tampoco. Presentaría un alazán tostado que, luego de salir de perdedor a sport de lástima, acumuló un par de no placé[2], aunque, en ambos casos, a menos de diez largos y contra ganadores plurales. El “cuida”[3] lo paró un par de meses y ahora lo haría reprisar con todas las de la ley. Marón, el pingo del que se trata, metió una corrida preparatoria de 47” ¾  para los 800 metros en el césped y Juan Pablo Frasardo le guardó más que el resto... según dijo.
Lociero sabe un rato largo de todo esto. Si lo tiene así afiladito, éste sí que es fija nacional –pensó Jorge–. No obstante, las palabras del ilustre maestro siempre fueron cautas, pero no menos precisas, sólo había que entenderlo:
-         Mirá pibe, Marón puede ganar, está lindo el caballo, está sano y JP, que por ahí anda, es una garantía, pero... carreras son carreras... El propietario necesita la guita del premio y sobre todo la de los boletos, gran parte es para solventar la cuida... fijate que el tiempo parado cuesta bastante. Calculo que lo ponemos a más de 40 pesos y... ¡Salute, Garibaldi! Si vas, podés arrimarle unos billetes, hasta allí nomás...
Jorge intuyó que el cuidador era generoso al darle el dato de Marón, pero que a la vez lo escondía un poco. Era lógico, no era cuestión de andar deschavando la fija a diestra y siniestra. Sabía que esta gente por lo  general es muy discreta, él también lo era. Sin embargo, por las palabras del compositor advirtió que van al frente como locos: “El propietario necesita la guita...” –recordó–, y una sonrisa se le dibujó en el rostro.
Durante horas repasó mentalmente, y en infinitas oportunidades, lo que le había dicho Lociero, y su convencimiento se agigantó cada vez más. Con el paso de las horas concluyó que Marón no perdía ni dado vuelta. La suerte estaba total y definitivamente a su favor. No podía ser todo esto obra de una monumental casualidad. Las casualidades no existen se auto-convenció–, y apoyó sus argumentos en las leyes de causa y efecto y en el determinismo newtoniano.
Una apretada síntesis cronológica le indicaba que: ayer mismo le dieron la fija del año... hoy martes lo anoticiaron de que recibirá la cobranza –penitentemente agradeció al cielo que el Tesorero estuviera enfermo– y mañana miércoles desfilaría Marón, con Frasardo en clásica postura, en la recta del verde césped. Así de fácil.
Sabía que le dejarían cerca de cincuenta mil pesos ley, todo en billetes grandes, una pequeña fortuna para él, dado que aún ni siquiera había podido salir de la austera y lúgubre piecita ubicada en el barrio de la quema[4]... y, por supuesto, el tan deseado auto era sólo una quimera.
Como estaba previsto, por la tarde y transporte de caudales mediante, llegó la plata. Ya no había que trabajar, el día estaba terminado, no tenía sentido. Con prolijidad acomodó el dinero en su maletín y lo guardó en la caja fuerte. Es sólo un préstamo hasta el jueves, que vuelve Ulises –pensó–. Y proyectó lo que vendría. 
En algunas horas, cuando el miércoles empezase a despuntar, ocuparía la mañana visitando algunos clientes afuera. Luego pasaría por la oficina para buscar el dinero y para que lo vean un rato, y raudo partiría a tomar el tren y así llegar temprano a la Oficial del circo norteño. Allí, se reuniría con algunos amigos burreros, cotejaría informaciones y, si todo estuviera como debiese, le pondría toda la guita a Marón. Tal vez, por prudencia, dividiría un poco la apuesta... Jugaría a Marón con margen, haría la típica “cubierta” ganador y placé[5] estaría bien... cobraría menos, pero vería la carrera más tranquilo... Íntimamente, decretó que así lo iba a hacer.
Esa noche sus sueños se encendieron. El cenicero de la mesita de luz atestiguaba acerca de la derrota que a diario sufría contra el cigarrillo. Antes de dormirse, aseguró que el jueves le pondría punto final al vicio, que largaría el tabaco para siempre; de seguro que tendría otras cosas con las que calmar su persistente ansiedad, para ese momento su vida ya debería haber cambiado de modo radical.
Cerró los ojos y antes de entregarse al descanso reparador se juramentó no decirle a nadie de la fija salvadora, así Marón pagaría más de 40 pesos y él le asestaría el tiro de gracia a tantas desilusiones y fracasos.
En estado de ensoñación balbuceó en voz muy baja:
- Marón no pierde –y contradiciéndose agregó–, si los veo... tanto a Don Carlos como al seco de Juanca los dateo... después de todo, un par de boletos más no van a cambiar nada.
            Y se durmió, con la certeza de que el miércoles naciente sería un día especial; que a priori en verdad lo sería, dado que Marón podría ganar su segunda carrera y Jorge saldría de perdedor...
Es curioso como a veces uno siente que la suerte se pondrá por completo a su favor. Ésta, tal vez sea una de esas veces, o quizás no, pero... ¿quién puede quitarle, al que así lo siente, la maravillosa ilusión de ver al cielo abrirse, pensando en el momento en que Marón, mañana, cruce el disco victorioso? ¿Lo hará?[6]

Ricardo Tejerina / 2009

[1] En el argot del turf se denomina “compositor” al cuidador de caballos que ejercita con maestría su profesión.
[2] Se denomina “no placé” a la figuración del competidor que ha quedado fuera del marcador que ordena a los primeros seis caballos participantes.
[3] “Cuida”, cuidador, compositor.
[4] Se conoce como barrio de la quema o quemero a Parque de los Patricios en la ciudad de Buenos Aires.
[5] La jugada “placé” consiste en apostar a segundo. De ese modo, se  cobra la misma en caso de que el competidor entre en primer o segundo lugar indistintamente.

[6] NOTA DEL AUTOR: El presente relato surge luego de que llegara a mis manos el maravilloso cuento de Oscar Cassino y la formidable historia que él mismo me relatara. Sentí entonces, indescriptibles deseos de continuar su obra, mas, luego me di cuenta de que el autor ya la había cerrado definitivamente, lo que me llevó a generar esta suerte de flashback o precuela. Es decir, ya no continuaría su relato, sino que, en verdad, lo empezaría. Así surgió “La suerte de Jorge”, precuela de “Ilusiones. Una historia de carreras”. La única modificación que he hecho, fue alterar los nombres propios de los personajes correspondientes al “compositor” y al caballo. Oscar, en su cuento, da nombres reales, yo los alteré y los convertí totalmente en ficticios, aunque de manera inequívoca remiten a los pensados originalmente por él. Creo que es una bella historia. Mi testimonio agradecido.