lunes, 24 de enero de 2011

LA DIABLA

Salvador Dalí


La Diabla

Cuando despertó sintió en lo más hondo de su pecho un dolor y una verdad. Había empezado a transcurrir el último día de su vida. Las horas, los minutos, los segundos, cobraron de pronto inusitado valor.
Una lágrima se desprendió y se le deslizó por la mejilla. La secó rápidamente, no podía llorar ahora, tenía cosas que realizar, no podía perder el tiempo en sensiblerías, aunque esa lágrima fuera por él mismo y por la finitud inminente.
Se pasó las manos por la cara al tiempo que se sentaba en la cama, se quedó un rato así y trató de juntar fuerzas para encarar lo que debía. Es dura la tristeza cuando inunda, pues se derrama cual catarata opresiva que anuda la garganta y narcotiza los sentidos.
Pensó por qué habría de sucederle eso justo ahora. Ahora que era feliz, ahora que tenía todo lo que deseaba, ahora que estaba lúcido a pleno, que el éxito era su amigo, que sentía la vitalidad fluyendo por sus venas y que el amor se le había revelado con las formas de una mujer inquietante y estupenda; aunque su ahora era relativo, pues en verdad, su tiempo se medía en eternidades.
A pesar de estar atribulado, confundido y hasta absorto, era valiente y digno, incapaz de caer en la miserabilidad o la cobardía, por ello decidió enfrentarse cara a cara con su destino. Tomó una rápida ducha, se vistió elegante aunque informal, e hizo un llamado por el celular. Chequeó un viejo mensaje guardado, frunció el entrecejo y bajó a la cochera. Se montó al vehículo y al rato estaba transitando la autopista urbana rumbo al Acceso Oeste.
Notó que no se había afeitado, se contrarió un poco, aunque sabía que no le quedaba mal. El vidrio de la ventanilla bajo permitió que el viento lo despeinase, lucía un tanto desprolijo, pero conservaba su donaire. Como habitualmente, protegió sus ojos con lentes oscuros. No escuchó música ni las noticias por la radio... no parecía preocupado por lo que pasaba a su alrededor, sólo quería llegar antes del mediodía. Un par de veces miró el display del celular para ver si tenía llamadas, no había.
Divisó el lugar desde lejos, enfiló hacia la bajada correspondiente y se dirigió de manera segura, con cierta familiaridad incluso. El sol caía como espada resplandeciente sobre el asfalto y hacía arder el aire. Guió el auto hasta el estacionamiento y lo aparcó junto a otro de la misma marca y modelo, pero rojo, el de él era celeste.
      De inmediato, una mujer alta, en extremo elegante y sensual, bajó del vehículo que estaba ya esperando. Vestía un entalladísimo prêt-á-porter, sus zapatos eran brillantes y desplegaban ciertos destellos. Su cabello, largo y finísimo, le ocultaba el rostro al caer con cierta indecencia. Él también bajó. Le echó una fugaz mirada por encima de los lentes y le dijo:
-         Hoy será, por favor no flaquees ahora, yo estaré bien sí y sólo sí sé que vos seguirás adelante.
      La mujer trastabilló, pero mantuvo su delicada elegancia, suspiró y endureció la mirada. Aunque vaciló, no se inmutó. Resignada por dentro, aceptó la mano tendida y se dejó llevar.
      Sin darle oportunidad él la abrazó y la besó en la boca con fuerza y decisión. Ella se dejó invadir, se contrajo primero, para luego avanzar y ceder a un desenfreno que se ataviaba de último. Fue ésa, una escena imponente al influjo de una temperatura que envidiaría el mismo Infierno...
-         Si voy a morir, quiero que sea contigo, ¿sí? Tengo tres o cuatro temas que resolver, todos esperarán a que te ame una vez más, y si no, quedarán así, no obstante, tú puedes atenderlos, sabes de lo que te hablo, no he tenido secretos contigo. ¿Lo harás? –le dijo él, manteniéndola tomada de la cintura y mirándola a los ojos fijamente.
      Juntos caminaron hacia un apartamento del complejo en el cual se encontraron. Ella, no pudo aguantar lo que sentía, las sensaciones se le atoraban, la exigían y no las podía contener, por ello, deteniéndose una vez más, y casi susurrando suplicó:
-         ¿Por qué? No debe ser así, no puede ser así. No resistiré. No puedo soportar la idea de que no estés, me niego a ser parte de todo esto si va a concluir con tu muerte. No entiendo por qué debieras cumplir con algo que te arrebatará la vida. Huyamos, vayámonos lejos, a Grecia, o aun más, a Egipto, a la India, al Tíbet si fuera posible, pero no cumplas, por favor, con este destino.
Él la miró con piedad. Sabía en lo más profundo de su ser que esa mujer lo amaba con la fuerza de las tormentas tropicales, mas sabía también que no podía rehuir de esta encrucijada, aunque de algún modo lo deseaba, no podía, no soportaría las consecuencias.
            Ya dentro del apartamento se distendieron un poco. Sabían que estaban a salvo allí, que nada habría de suceder estando juntos. Mientras tanto, la aguja del reloj implacable no dejaba de girar y ellos, desentendidos de todo, se amaron esta última vez como si fuera la primera. Lo hicieron por horas.
      Aún estaban en la cama, entrelazados por las sábanas y confundidos los cuerpos en un abrazo cuando él, sin titubear, le dijo:
-         Ya es hora, debes irte, no puedes quedarte aquí.
La mujer respondió:
-         No lo haré, si me amas en verdad, te quedarás conmigo, no puedes dejarme, no lo permitiré. No dejaré que cumplas ese famoso pacto del que tantas veces me has hablado. No me importa nada no cumplir, no quiero perder más, me cansé de perder. ¿Qué demonios –perdón–  te pasa? ¡Nos vamos juntos y listo!
-         No debieras hablar así, y no debieras nombrarlo… –contestó el hombre y prontamente la acarició con sincero amor–. Con su mano le cubrió la boca invitándola a callar, mientras su cabeza giraba hacia los lados en forma de negación.
-         Sabes que es imposible. Si hasta aquí llegamos no podemos regresar. Ya es tarde. Ya todo será como deba ser.
-         Me dijiste que de morir lo harías conmigo, bueno, cumple entonces –sostuvo ella.
-         Quizás me equivoqué. Tal vez debí decir que de morir lo haría por ti –replicó él.
      La mujer quedó aturdida por esa respuesta, quizás empezó a comprender lo que pasaba. Él le acercó su celular, le mostró el viejo mensaje guardado, ella se horrorizó y lo arrojó contra la pared. Él, entonces dijo:
-         Por más que queramos destruirlo no podemos. Es simple, o tú, o yo. Una u otro. No es ésta, justicia de los hombres, amor, es justicia divina, más bien infernal, lo sabes bien… Es imposible escapar de ella, nos excede, por más que tú seas la más diabla de las mujeres y yo el ángel amado de los ojos de mi padre. Alguien viene por nosotros, nada lo detendrá, su casilla 666, me ha hecho presente la condena. No lo hagas más difícil, hemos estado juntos una eternidad, ahora enfrentemos las consecuencias. No se lo engaña a Él sin que, a su tiempo, pase su atroz factura.
      El auto rojo arrancó con violencia y veloz se perdió en el camino. En su lugar un carro negro y brillante se detuvo. La noche auguraba un fatal desenlace, es seguro que nada sería igual al día siguiente. La figura espigada de un hombre mayor se dibujó en la oscuridad. Vestía de negro perfecto. Con paso decidido se dirigió a la entrada. No necesitó golpear, la puerta estaba abierta, se lo estaba esperando.
-         He venido por ti, te excediste de nuevo, como cuando más joven… No debiste hacerlo, lo sabías, te lo he advertido –dijo el hombre de negro dirigiéndose al que dentro lo aguardaba.
-         Lo sé, lo supe siempre, no pude evitarlo, no quise evitarlo. No te temo ahora, ya no; porque la amo, y no me hubiera privado de amarla, por más que ella fuera la diab... en fin, la debilidad del mismo Averno – respondió él.
-         Debiste alejarte mientras tuviste tiempo. Podría haberlo tomado como un desliz, una nimiedad. Un poco de sexo terrenal no me hubiera importado, pero, te empecinaste en amarla, me ofendiste de manera irreparable.
-         En verdad que lo siento, no fue en tu contra, lo sabes, pero no pude dejar de amarla ni un solo momento, lo hago ahora mismo aún, en este instante, más que nunca, más que siempre... Tengo llagas en la piel, míralas, de tanto amor, de tanta pasión, de tanto deseo... La amo hasta que duele, a morir.
-         ¡Basta! ¿No te das cuenta de que yo también la amo?
-         Sí, lo sé. Te pediría perdón si tuvieras la capacidad de perdonar, pero sé que no puedes, no te ha sido dada, o la has perdido, da igual. De todos modos, sí, la amo y más, y aunque me arranques la vida en este instante lo sostendré hasta con el último aliento y moriré con su sabor en la boca.
Luego de unos minutos, ganados por mortal silencio, el imponente auto negro se subió a la carretera a gran velocidad. El celeste quedó allí estacionado, inmóvil y a la intemperie.
      A la mañana siguiente, un mensaje de texto llegó al celular de ella, decía simplemente: “Estoy”. La mujer no daba cuenta de lo que estaba leyendo. Sin demora lo llamó, él la atendió presuroso.
-         Amor, por Dios –perdón–, ¿estás bien? –preguntó ella.
-         Sí, creo que sí… y tú no puedes con tu genio… –respondió él.
-         ¿Qué pasó? Pensé lo peor...
-         Tranquila, no pasó nada. ¡No lo hizo y ya!
-         ¿Por qué?
-         Porque te ama, a su manera oscura, pero te ama...
-         ¿Y entonces?
      Y el hombre se quedó un par de segundos pensando, y luego, con su voz más dulce, angelical y encantada le dijo:
-         Se dio cuenta de que estaremos siempre juntos, en esta vida o en la otra. El amor es más fuerte... princesa. Sabes dónde estoy... ¿Vienes? –y sin decir más, cortó.

Ricardo Tejerina / 2009