miércoles, 5 de enero de 2011

ENTRE DUBLÍN Y LA ODISEA

James Joyce
El primer recuerdo que viene a mí al momento de redactar estas líneas son las palabras de un excelente profesor universitario, escritor y editor con el que tuve la fortuna de compartir una similar preferencia artística y el singular privilegio de cursar en su cátedra, me refiero a Víctor Pesce. Él decía que: “… leer el Ulises es una tarea titánica, pero lo recomiendo fervientemente.”. Siempre recomendaba lo que no iba a resultar fácil, un estupendo maestro, en verdad. Fue uno de los mejores docentes que he tenido, creo que él ha influido tanto en mí, que estos artículos allí encuentran su origen y, también, de alguna manera lo tributan. Del mismo modo, a él le debo mi acercamiento a James Joyce (Dublín, 1882 – Zúrich, 1941), el autor de la referenciada novela Ulises y del libro de cuentos Dublineses, entre otras tantas obras de renombre mundial. Pues bien, será entonces este irlandés contemporáneo de T. S. Eliot y Ezra Pound el eje de esta entrega.
El también escritor Samuel Beckett dijo del Ulises que era una “obra heroica” y les aseguro que no exageró en lo más mínimo. Basada en una suerte de metáfora respecto del clásico de Homero La Odisea –que consiste en el regreso a Ítaca de Ulises (Odiseo), luego de la Guerra de Troya–, el Ulises se desarrolla desafiando la ortodoxia gramatical y las formas sintácticas. En su idioma original, el inglés, supera las doscientas sesenta y cinco mil palabras. Para que se den una idea de lo que digo, una novela tipo, de las que habría cientos de ejemplos, ronda los cuarenta o cincuenta mil vocablos… por caso, la última que yo he escrito (Lilithla...) alcanza las treinta y nueve mil palabras y eso equivale a unas doscientas cincuenta páginas. Dense cuenta de lo que es el Ulises, una obra monumental, de las que ya no existen, de las que todos hablamos y de las que no podemos soslayar al momento de relevar la literatura más significativa de la modernidad. Uno de los traductores al español del Ulises (José M. Valverde) consideró –con sumo acierto– que el protagonista de la novela no es un personaje en sí, sino el lenguaje. Definitivamente es así. Joyce rompió con todas las formas preexistentes y así produjo, quizás, la novela más elocuente, diferente y exigente de la narrativa contemporánea.
  Tempranamente desaparecido, Joyce ha dejado su marca inconfundible en las letras universales, e incluso más, a partir del posterior conocimiento de piezas más íntimas y personales. Como en la mayoría de los casos de literatos célebres, siempre genera una gran curiosidad el intercambio epistolar que mantenían estos íconos culturales. Ese atisbo a las formas más reservadas y privadas nos revela a un Joyce sarcástico, lleno de humor y desenfado, y sin rubores al momento de hacer apelaciones con marcada connotación sexual, cuando no directamente explícitas. En suma un transgresor, un derribador de ortodoxias, uno diferente entre los más uniformados. O, tal vez, un dublinés capaz de resumir su ciudad y el mundo entero en sola frase, pero que por puro regusto literario no quiso dejarnos una menos de esas más de doscientas sesenta y cinco mil palabras que dan forma épica a su obra insigne.


Ricardo Tejerina / 2010