viernes, 28 de enero de 2011

MORIR DOS VECES

David Friedrich

Sentado en el sillón de siempre, se apoyó el cañón del revólver en la sien y lo hundió con fuerza en el parietal derecho. Por un instante, la resistencia ofrecida por el gatillo activó sus pensamientos. Estaba triste, devastado por la pena y en lacerante padecer.
Era consciente de que lo había perdido todo, pues siempre vio a través de ojos prestados. Las frías ausencias del presente lo dejaron irremediablemente ciego, pero su ceguera no era física.
En su interior buscó atisbos de aquella felicidad de antaño, pero sólo halló deshilachados jirones. Más de las veces la vida desune lo que el hombre se esfuerza en vano en amalgamar.
Definitivamente, sentenció que la vida, la suya y la de todos, no valían nada en absoluto.
De pronto, sintió como su corazón se desbarrancaba irrefrenable y presuroso hacia el abismo infinito.  Allí mismo donde moran por la eternidad toda, el desamor, el olvido y la soledad.
Nunca había experimentado tamaño dolor, tan profundo, tan intenso, tan incesante, tan ardiente y desgarrador. Adivinó entonces que ya no habría vuelta atrás. Asumió que estaba muerto. Pensó que, cuanto menos, fue exitoso en el final, no había fracasado en el intento.
En ocasiones, se había preguntado cómo sería morir. Su intuición se reveló minúscula y estrecha, dado que nunca pudo siquiera imaginárselo. Ahora, curiosamente, él vivía su propia muerte, y si bien otrora no había podido vislumbrarla en sus cavilaciones, al experimentarla ipso facto no tuvo duda alguna que de ella se trataba.
Sabía que los suicidas no gozaban de buena prensa allende el otro lado. Se supone que es Dios quien da la vida y quien la quita. El hombre que le pone fin a su existencia, en alguna medida se arroga prerrogativas reservadas al digno creador. Visto así, el suicidio es un acto arrogante, ataviado de inocultable soberbia, y es sabido que esta última es un pecado capital.
Quedó entonces indefenso, a merced del suplicio extremo. Es casi inexplicable hablar de un dolor que no es físico, pero que duele como si lo fuera y más aun. Profundo hasta los confines del alma, intenso para oprimir el espíritu, incesante para quebrar la resistencia, ardiente para quemar las últimas ilusiones y desgarrador para recordarnos la naturaleza original de nuestro ser.
Sufriendo, vagó errante por los extensos pantanos cuyos senderos son de lava y cuyo hedor es de azufre persistente; terribles páramos marchitos, carentes de vida, de luz y de color. Tal vez lo hizo por siglos. La muerte no tiene tiempo, he allí su principal y desesperante misterio.
Durante todo ese impasse no vio a nadie, fue miserable y pequeño en la inmensidad abismal y vivió una eternidad de soledad, aunque en verdad estaba muerto. Concluyó entonces que la muerte es una paradoja, presumirla es confundirse.
Al transcurrir en soledad comprendió lo que es olvido. Se convenció de que ya nadie lo estaría recordando, y así fue que él también olvidó a todos. Advirtió pues, que la muerte es la ausencia de recuerdos. Con gravedad, dio por seguro que la vacuidad de pensamientos es la nada.
Ya en el último fondo del insondable abismo fue asolado por el desamor. Quebrantado su espíritu, el penar asomó infinito. Quiso llorar, mas no hay lágrimas posibles en los dominios oscuros. Supo así que, al no poder llorar, la pena quedaba dentro. Recién allí comprendió el cometido del Infierno, cuyo paisaje amortajado es mínimo, comparado con lo que produce la acumulación de tristeza en cada alma.
Tal vez no debió jalar de ese gatillo. No obstante, quizás pudiera tener la chance de arrepentirse y regresar. Quien ha contemplado todo esto, de seguro quiere ver cambiado su destino. A veces la muerte regala algún pasaje de vuelta, pocos atesoran dicha gracia, obtener ese boleto es trascendente…
De súbito y atribulados, sus ojos se abrieron de nuevo a la vida. No recordaba nada. Inexplicablemente, a pesar de estar tendido en la cama de un hospital de mala muerte, y que su realidad distaba de haber cambiado siquiera en algo, por vez primera la existencia le pareció maravillosa… Me surge bastante razonable, después de todo, no cualquiera puede morir dos veces.

Ricardo Tejerina / 2009